Como cada día en que debo oírlo, suena el terrible timbre del despertador para anunciar que debo levantarme. Trato de no entrar en pánico tan temprano, pues sé que, aunque yo lo he intentado, no puedo (no quiero) escapar de la rutina, de abrir los ojos unos minutos antes de que tuviera que hacerlo, de imaginar lo que vendrá: el silencio en el departamento antes de las seis de la mañana, la luz tenue que penetra sin placer, el ruido en ascenso de los vehículos, y la anticipación de que, una vez más, saldré a vender lo que me pidan.
Sí, porque a eso me dedico, o de eso vivo, no lo sé, de vender productos farmacéuticos para un laboratorio farmacéutico internacional, de mucho prestigio. Cuando se lo cuento a la gente, admiran que tal empresa me haya dado un empleo, y mis padres se sienten orgullosos de que tras mi divorcio pueda mantenernos a mí y a mi hijo, a pesar de haberme persuadido para que permaneciera casada con aquel hombre que siempre decía que me acariciaba, aunque a veces fuera con violencia.
Antes de despertar a mi hijo para vestirlo y pasar a dejárselo a mi madre, tengo que realizar otro ritual: el de acomodar todo lo que ocuparé durante el día en mi maleta de vendedora. Se trata de llenarla de muestra médica y folletos promocionales, que describen lo que los medicamentos le hacen al cuerpo tras lo observado en estudios clínicos, donde lo someten a pruebas para ver qué tanto lo curan, y qué tanto lo dañan. Una vez llena, la maleta me acompaña todo el día, se vuelve parte de mí, y caminamos juntas dentro de clínicas y consultorios, para tratar de convencer a los médicos de que mi producto es mejor que el resto para curar el insomnio. Yo misma lo he tomado cuando no puedo dormir, y eso me da la seguridad de que funciona, pues me provoca un sueño profundo del que casi siempre despierto sintiéndome un poco mejor, a pesar de los mareos y la ocasional náusea que me obliga a devolverlo todo.
Mi jefe, el supervisor de vendedores, siempre está atento a lo que hago, desde lejos. Con la tecnología, los celulares, y sus aplicaciones de geolocalización, me pide que le mande audios reportando mis avances, fotos de los consultorios que visito, y hasta videos de cómo acomodo mi maleta, que siempre debe estar llena al inicio del día porque, al final, debe quedar vacía. Él siempre lo subraya, lo pone en negritas cuando me habla, y me dice que debo llevar todo para vender, para satisfacer a los médicos, y motivarlos a que prescriban mi producto y no los otros, a que los pacientes duerman conmigo y no con ellos, porque esa es mi labor, hacerlos dormir pero sin soñar, dejar que el cerebro se apague unas horas y se vacíe, como mi maleta.
También él, mi supervisor, me pide que me vista bien, porque me asignaron una zona donde la mayoría de los médicos son hombres. No me lo dice así, tan explícitamente, sino que alude a mi cuerpo para decirme que lo luzca, porque merece ser observado, deseado. Así lo hace también con mis compañeros, a quienes les pide que usen saco y corbata, pues un hombre siempre debe ser formal y serio, y una mujer atractiva y coqueta, todo para vender, para venderse, en un entorno donde todo lo que se considera útil debe tener una ganancia, casi siempre económica.
Camino entre las calles calientes de concreto bajo el sol, con el sudor que cubre todo mi cuerpo y se escurre por debajo de mi ropa y entre mis manos, como si me limpiara del polvo de la monotonía, del polvo que cubre la superficie de mi maleta que, al fin, hoy no se quedó vacía. La dejé así, llena, mientras sueño con mi cuerpo desnudo y luminoso, frente al espejo.
