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ÉRASE UNA VEZ… EN UN CORPORATIVO: Crónica de la supervivencia de un ejecutivo en un entorno globalizado (FRAGMENTO)

“Ciertamente miré a Sísifo, teniendo fuertes dolores,
queriendo con ambas manos alzar una piedra monstruosa.
Cierto, apoyándose él en los pies y en las manos,
a lo alto, hacia una colina empujaba la piedra, y, cuando iba
él a franquear la cima, Gravedad lo echaba de vuelta;
otra vez, entonces, al llano rodaba la piedra indecente.
Y él, extendido, de nuevo empujaba: el sudor hacia abajo
le corría de sus miembros, y de su testa el polvo se alzaba.”

La Odisea, Homero, XI 593-600

Sísifo, Tiziano (1576)

1

“Hoy concluye un ciclo lleno de aprendizajes”; “me llevo el grato recuerdo de las personas que conocí”; “nos volveremos a encontrar”; “el mundo es un pañuelo”; “que Dios los bendiga”… Así, adornados con frases comunes, bien intencionadas, cortas y tristes —pero comunes— empezaron a llegar cardúmenes imparables de correos que nadaban por la red cibernética de los mares corporativos. Algunos de ellos eran de quienes solían ser directores; unos más, de mandos intermedios y, la cuantiosa mayoría, de personas en puestos operativos y de ventas, todos con una problemática en común: estaban siendo echados, sin más, de la empresa multinacional en la que trabajaban por la llamada “reestructura”, ese proceso necesario para mantener sanas las finanzas del corporativo y sus accionistas, y dejar a varias familias ante el panorama incierto del desempleo en un país con crisis económicas constantes.

Asterio, o don Terio como le decían quienes estaban cerca de él y elogiaban su trabajo, al menos en lo superficial, fue uno de los últimos afectados tras los treinta y cinco años que llevaba trabajando para la compañía. Antes de la gran despedida, él tuvo más de una oportunidad de irse de ahí y aventurarse hacia otros horizontes laborales, aunque decidió quedarse ya que decía “sentirse en casa”. Sabía que se acercaba una separación dolorosa de magnitudes desproporcionadas, una ola creciente que arrancaría todo a su paso, pero nunca adivinó que el agua también lo arrastraría a él como uno de tantos granos de arena para anunciarle que nada en ese lugar era suyo, que su pertenencia añeja sería drenada de la barrica sin poder degustar el buen vino que había producido, y que esa marca de lealtad aparentemente indeleble se borraría tan rápido de su frente como un tatuaje trazado con tinta fugaz. Aunque era de su conocimiento que el Sr. Jappont ─director general y vicepresidente─ no lo veía como un empleado modelo, nunca pensó que pudiera sacarlo de Dédale, la amada compañía a la que había dedicado tanto tiempo de su vida. Se sentía seguro, ingenuamente protegido por un manto de concreto con fuentes secas y rejas despintadas a su alrededor, en esa posición gerencial a la que siempre había aspirado a pesar de tener una licenciatura trunca, sin darse cuenta de que en realidad no era más que un título asignado por quienes podían quitárselo en un solo día, en un momento de decisiones de negocio y márgenes de rentabilidad, como ocurrió aquella mañana.

 Dédale Sociedad Anónima era un laboratorio farmacéutico de origen francés que se caracterizaba por estar entre las diez empresas con mayor poder económico en su ramo, no solo en el país que nos atañe sino también a nivel mundial, con la misión de desarrollar, fabricar y comercializar medicamentos de alta especialidad; los males que podían tratarse con ellos ─ya fuera mediante el seguro gubernamental, un seguro privado de gastos médicos, o la propia cartera en caso de poder costearlos─ iban del Alzheimer a la enfermedad de Dupuytren, pasando por el Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida y la Diabetes. La empresa tenía su oficina matriz en la ciudad de París, lugar en el que Asterio había soñado hacer una estancia que le negaron so pretexto de su casi nulo manejo del idioma objetivo, aun cuando su jefe anterior ─compañero de borracheras del Sr. Jappont y conocedor de algunos de sus más bajos secretos─ había logrado estar allá por un año sin siquiera ser capaz de expresarse adecuadamente en su lengua materna (lo que le sucedía en gran medida a causa de un alcoholismo agudo que trataba de disimular inútilmente con azúcares y químicos en sus horas de trabajo). Su nuevo jefe era el Dr. Keuf, un médico extranjero degradado en rango, y que había sido expatriado a ese país por haber confundido un padecimiento grave con una gripe en una región de Centroamérica; básicamente, su función era la de comandar el área administrativa que daba servicio a los departamentos de ventas y mercadotecnia, y mantenerse atento a las disposiciones ─o caprichos─ de su jefe, el Sr. Jappont, y del encargado general de L’École, una organización mundial creada para apoyar las decisiones de negocio de los “mercados emergentes” ─eufemismo usado para referirse a los países que ellos mismos designaban como tercermundistas─ y cuyo nombre había sido inspirado por la Academia platónica ─con la endeble esperanza de, algún día, llegar a la luz de la verdad en medio del bosque espeso del capitalismo.

Don Terio, quien se encontraba a cuatro años de cumplir los sesenta de edad, había empezado como mensajero, para después ascender a auxiliar administrativo, a representante de ventas, y varios puestos más durante lustros tenaces hasta que le dieran la oportunidad de fungir como Gerente de Asuntos Especiales ─posición que tenía que ver con todos aquellos asuntos que no podían encajar con claridad en ninguna de las otras áreas. Al llegar a tal escaño, comprendió que aquel nombre enmarañado, el de la empresa, no correspondía a una decisión arbitraria, pues los procesos internos constituían un verdadero laberinto que la habían hecho famosa entre otras del sector, así como entre proveedores, consultores y demás personas que tenían trato con su alma máter profesional.

Casi todos temían entrar a ese espacio lleno de atolladeros que se agravara a raíz de un acto de corrupción en Asia, incluso los mismos empleados, puesto que para realizar una actividad comercial o planear un evento social con un cliente, era indispensable obtener autorización de casa matriz, llenar varios formatos, tener salvoconducto de casi todos los directores, y contar con numerosas firmas, sellos y venias que complicaban y retrasaban el trabajo diario con mayor frecuencia de la deseada. Cuando esto último ocurría, siempre era responsabilidad del subalterno que iniciara todo el proceso, y el castigo impuesto por el área de recursos humanos ─a solicitud expresa del Sr. Jappont─ iba desde un acta administrativa hasta la rescisión del contrato laboral, con las debidas excepciones, es decir, exceptuando a quienes eran parte del equipo incondicional del director general. Para describirlo de otra manera, ese “equipo incondicional” se constituía por aquellos que nunca objetaban las decisiones del director y siempre se esmeraban en hacerlo lucir como el gran ejecutivo en todo acto público dentro y fuera de las frías instalaciones del consorcio, además de hacer presencia en sus eventos sociales si eran requeridos ─bares, restaurantes, y tugurios─, comprarle una cajetilla de cigarros cuando esta ya se hubiera agotado, hacer caso omiso de sus tórridos devaneos con la directora médica, y quedarse en la oficina hasta ya entrada la noche, ya fuera por trabajo o para visitar redes sociales y sitios de entretenimiento en internet, con el único propósito de estar con él en esa rutina que iba del amanecer hasta después del crepúsculo vespertino.

Las instalaciones empresariales eran bastas, y ocupaban mayor espacio del necesario debido, por un lado, a los recortes de personal que se daban año tras año ─aunque no con la magnitud del que finalmente alcanzó a Asterio─ y, por otro, a la reciente caída en ventas dada por el lanzamiento de diversos medicamentos genéricos, en un mercado globalizado que previo a ello se encontraba solamente a merced de la guerra de precios entre corporativos multinacionales. Esto obligó al comité directivo de Dédale a disminuir el uso de la capacidad instalada del área de manufactura, así como la importación y exportación de materia prima y producto terminado.

Este medio de subsistencia económica a través de un sueldo, ya fuera de godín o en las líneas de producción, hacía convivir a todos con gente que realmente no conocían, y a quienes en la mayoría de los casos no les importaba si alguno de sus compañeros enfermaba o era despedido, más allá de la inherente y momentánea conmiseración que trataba de minimizarse y abatirse tan pronto terminara el evento funesto. El edificio principal, de un color gris concreto manchado, se encontraba en el centro de la superficie total bordeada por rejas opacas y policías industriales. A consecuencia de una gran cantidad de oficinas y pasillos sin utilizar, se percibía una atmósfera de vacío sistémico que se apoderaba de los empleados cuando el tenue ruido del silencio distraía su atención. Era en esos espacios con un tinte abismal, intensificado por las horas sombrías y la huida de la mayor parte del personal, que se sentía un escalofrío penetrante, una advertencia de soledad ante el aislamiento diario causado por el estrés laboral. Los más supersticiosos e indoctos ─y cuyo oscurantismo no dependía del grado académico que creían ostentar─ atribuían estas sensaciones a un espíritu, al holograma de una infanta que recorría los caminos desolados durante la noche, sin saber que el fantasma que les acechaba no era uno del inframundo, ni de lo sobrenatural, sino de la propia naturaleza humana, y que se manifestaba de manera inconsciente justo cuando quien lo advertía estaba en uno de sus estadios más vulnerables.

Pero ni los laberintos burocráticos ni las apariciones fantasmagóricas ─y ni siquiera el Sr. Jappont con su política sectorial─ aterrorizaban el espíritu de Asterio, después de haber sobrevivido todos los cambios que se le habían presentado año tras año desde su llegada a esas oficinas. Su ingreso a la empresa fue el resultado del azar y la necesidad; al cumplir los dieciocho años comenzó a estudiar turismo y hotelería en una universidad privada de mediano renombre para dejarla dos años más tarde, debido a una combinación entre la falta de vocación y los problemas económicos de su padre, quien era dueño de una farmacia independiente. Esta fuente de ingresos y de elíxires alópatas se vino abajo gradualmente ante la competencia inclemente de una monumental farmacia trasnacional que abrió una sucursal en la zona, con descuentos del treinta o cuarenta por ciento que su propietario no era capaz de absorber. Por esta razón, fue que Asterio tuvo cercanía con los productos farmacéuticos desde pequeño, aunque nunca vislumbró la posibilidad ni de quedarse con el negocio familiar ni de trabajar en algo relacionado con las medicinas, como él solía decir en aquellos tiempos; sin embargo, tenía la obligación de ayudar ciertas tardes que le fueran asignadas después de hacer la tarea escolar, y algunos fines de semana de acuerdo con la disponibilidad de sus hermanos mayores y la afluencia de público, que en el transcurso de su infancia y adolescencia era buena, y a veces bastante buena. Desde hacía ya mucho tiempo, y hasta que la farmacia El Mundo concluyera sus actividades, varios representantes de ventas de diversos laboratorios farmacéuticos solían visitar a Asterio padre, con el propósito de promover sus productos a través de diversos servicios y ofertas; uno de ellos, y el único que se quedó hasta el final, fue precisamente quien lo iba a ver por parte de Dédale, un señor maduro que llevaba veintiún años trabajando para la compañía, y que se jubilaría justo el día en que Asterio hijo cumpliera sus veintiún años de edad. Sabiendo esto ─que interpretó como una especie de señal─ y al enterarse del probable cierre fatal, se ofreció a llevar el currículo del muchacho ─que en aquellos días solo contaba con su licenciatura trunca y la experiencia en la farmacia─ para ver si encontraba alguna posición dentro de la empresa, algún puesto que pudiera ajustarse a su perfil.

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‘Amuleto’, de Roberto Bolaño: la memoria individual y lo imaginario en el personaje de Auxilio Lacouture

The wind rushes under the wings of the angel of history and carries him onward, inevitably, despite the overwhelming sadness caused by the spectacle unfolding before his eyes.

Bertrand Westphal

“Y yo estaba allí con ellos porque yo tampoco tenía nada, excepto mi memoria. Yo tenía recuerdos. Yo vivía encerrada en el lavabo de mujeres de la facultad, vivía empotrada en el mes de septiembre del año 1968 […].”[1] Esto dice el personaje central de Amuleto, Auxilio Lacouture, quien, tras su autoexilio en México y específicamente en el espacio de la Universidad Nacional, sufre una experiencia traumática a causa de la ocupación de Ciudad Universitaria por parte del ejército en ese año que, algunos días después, mancharía de sangre la historia del país tras la matanza y desaparición de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas.[2] Principalmente por el evento del encierro forzado en el baño, pero también por otras vivencias con los poetas jóvenes y otros actantes reales[3] e imaginarios, la madre de la poesía mexicana recurre constantemente a sus recuerdos para mantenerse a flote en las aguas profundas del subconsciente, que, a la vez, la van desgastando y distorsionan su memoria, hasta hacerla caer en un sueño inevitable y vertiginoso que la conduce a un mundo fantasma en donde lo último que escucha es el cántico de “los niños más lindos de Latinoamérica”.4 

Si bien en México no existió un conflicto social que condujera a una dictadura militar como la de Argentina, Chile o Uruguay en las décadas de los 60-70 del siglo XX, sí hubo un movimiento opositor al régimen que inició con protestas estudiantiles tras una violenta represión policiaca, y que luego adquirió adeptos de otros sectores de la sociedad que también querían manifestar su inconformidad hacia la política gubernamental que prevalecía en 1968. De esta manera, el movimiento fue creciendo y, para intentar apagarlo, Gustavo Díaz Ordaz decidió rociarle una ráfaga de secuestros, golpes y balas durante una protesta pacífica en Tlatelolco, el 2 de octubre de ese mismo año. Este acontecimiento, oscuro y funesto, sin duda forma parte de la memoria colectiva de México, y especialmente de los habitantes de la capital, pero, en la novela, el de la toma de la UNAM por parte del ejército unos días antes se convierte en el recuerdo central dentro de la mente de Auxilio, y alrededor de él giran las otras remembranzas e imágenes de su estancia en la Ciudad de México, en torno a esos dieciocho días de aquel septiembre que la enclaustró en el “lavabo” del cuarto piso de la Facultad de Filosofía y Letras. 

Los sucesos narrados en Amuleto transcurren —de acuerdo con la memoria de su protagonista— entre 1965 y 1974, siendo este último año cuando el alter ego de Bolaño, “Arturito” Belano, regresa de Chile después de atestiguar las consecuencias del golpe de estado que Augusto Pinochet, apoyado por EUA, propinó al gobierno de Salvador Allende. Desde el inicio, la reconstrucción de las fechas en que Auxilio llegó a México con base en sus recuerdos se muestra confusa:

Yo llegué a México Distrito Federal en el año 1967 o tal vez en el año 1965 o 1962 […] y León Felipe murió en 1968. Yo llegué a México cuando aún vivía Pedro Garfias, qué gran hombre, qué melancólico era, y don Pedro murió en 1967, o sea que yo tuve que llegar antes de 1967. Pongamos pues que llegué a México en 1965.[4]

Este asunto, el de la rememoración de fechas, resulta problemático a lo largo de la novela al relatar alguna anécdota, y esto se observa cuando Auxilio utiliza algún adverbio de duda; sin embargo, hay un mes y un año que siempre tiene muy claro, el de septiembre de 1968, y que obedece al evento que la habría marcado para siempre:

Yo soy la madre de los poetas de México. Yo soy la única que aguantó en la universidad en 1968, cuando los granaderos y el ejército entraron. Yo me quedé sola en la facultad, encerrada en un baño, sin comer durante más de diez días, durante más de quince días, del 18 de septiembre al 30 de septiembre, ya no lo recuerdo.[5]

“Ya no lo recuerdo”, dice al final, a pesar de que el periodo de su encierro es muy preciso; entonces, ¿qué es lo que no recuerda? ¿Acaso es cada detalle de ese encierro lo que se le escapa? En este sentido, Neumann afirma que “[…] our memories are highly selective, and […] the rendering of memories potentially tells us more about the rememberer’s present, his desire or denial, than about the actual past events.”[6] En este caso, la memoria selectiva de la protagonista tiene varios recuerdos apostados claramente en su memoria, debido a que representan momentos clave en su vida; por ejemplo (y además del relacionado con la toma de la universidad) está la partida de Belano hacia Chile, en 1973, y su regreso en 1974; la muerte de Pedro Garfias en 1967 y la de León Felipe en 1968, y su primer encuentro con Ernesto San Epifanio “una noche radiante del año 1971.”[7] No obstante, hay varios eventos en donde del año no está claro, como el de su llegada a México, alguna conversación con Elena y Paulo en un café que pudo haber sido en 1971 o 1972 e, incluso, en lo imaginario y lo onírico, como cuando se encuentra con Lilian, la mujer que sigue desde el sueño con Remedios Varo, y que no puede saber si fue “en 1973 o tal vez en los primeros meses de 1974.”[8] Y, aunque es común que olvidemos fechas y pormenores de muchos sucesos durante nuestra vida, ¿qué nos dice esto sobre el presente del personaje de Auxilio, en el contexto de la novela? 

En primer lugar, está el nombre: Auxilio, es decir, “ayuda, socorro, amparo”,[9] y Lacouture, “del latín cultura, forma popular de cultura, designa campo arado, tierra cultivada.”[10] Esto cobra cierta relevancia al descubrir que el nombre no es arbitrario, ya que en una parte del texto se hace referencia a sus sinónimos, en un instante donde una sombra la acechaba, y “[…] otras sombras aparecieron por aquella calle que hubieran podido convertirse en el resumen de mis calles del terror y me llamaron: Auxilio, Auxilio, Socorro, Amparo, Caridad, Remedios Lacouture, ¿dónde te has metido?”,[11] cuyas voces eran las de Arturo Belano y Julián Gómez. Así, y al autoproclamarse la madre de todos los poetas, podría decirse que el nombre lleva implícito una ayuda, un apoyo a la cultura de la universidad y de los jóvenes mediante una figura más madura, materna, más cultivada. De este modo, “la uruguaya que ampara a los jóvenes poetas de México y hace también trabajos domésticos gratuitos para poetas españoles […] anuda en sí misma (como una persona bisagra) el exilio español con el exilio latinoamericano.”[12] Ahora bien, ¿desde dónde llega este auxilio?

En primer lugar, habría que señalar que Lacouture no es parte de un exilio forzado, sino de una expatriación, es decir, de un exilio voluntario “sin saber muy bien por qué, ni a qué, ni cómo, ni cuándo.”[13] Al respecto, Inzaurralde comenta que “Hay en cualquier caso en los textos de Bolaño una persistente insistencia en salvar un lugar para la aventura o la apuesta revolucionaria, sea esta poética o política.”[14] Y, en el caso de Auxilio, podría decirse que son ambas ya que se interesa por la escena principalmente literaria, pero también artística, y por la cuestión política desde la visión de la juventud universitaria que la conduce a su accidental permanencia en ese baño de la facultad, para, al recordarlo, decirse a sí misma —a través de la voz imaginaria de Remedios Varo— “tú estás manteniendo el estandarte de la autonomía universitaria, tú estás salvando el honor de las universidades de nuestra América, lo peor que te puede pasar es que adelgaces horriblemente, lo peor que te puede pasar es que tengas visiones, lo peor que te puede pasar es que te descubran, pero tú no pienses en eso, mantente firme […].”[15] Así, ella emprende su viaje desde el sur del continente para mezclarse con los jóvenes poetas, las artistas plásticas y personas llenas de luz y oscuridad en una ciudad viva, lóbrega y pujante,  para enlazar sus pensamientos charrúas con los mexicanos, pero también con los argentinos, los chilenos, y los de toda América Latina, en un ambiente donde “La nube de polvo lo pulveriza todo. Primero a los poetas, luego los amores, y luego, cuando parece que está saciada y que se pierde, la nube vuelve y se instala en lo más alto de tu ciudad o de tu mente y te dice con gestos misteriosos que no piensa moverse.”[16]

También para Inzaurralde “el exilio se asocia con la errancia, la separación, incluso la pérdida de sentido”,[17] y “es en realidad un ingrediente ineludible de la condición humana porque en el fondo nos convertimos en exiliados en el momento traumático de abandonar el amparo perfecto del útero materno.”19 Considerando lo anterior, se puede decir que Auxilio tiene un triple exilio: el del seno materno, el de su patria —Montevideo, Uruguay— y el de sí misma, ocasionado, fundamentalmente, por el acontecimiento traumático en septiembre de 1968. 

De acuerdo con Halbwachs, desde la perspectiva psicológica ocurren dos tipos de observaciones al considerar a un individuo aislado, la interior y la exterior, donde “La observación interior se define, para los psicólogos, por oposición a la percepción de los objetos materiales. Parece que en esta última nos mostramos y en parte nos confundimos con las cosas externas, mientras que en la primera nos encerramos en nosotros mismos.”[18] Con base en estas acepciones, pareciera que la memoria de Auxilio, y en consecuencia su identidad, está en un vaivén entre una observación externa y otra interna, entre las cosas y las personas en las que a veces desborda sus sentidos, su intelecto o sus pasiones, y un confinamiento interior en el que se percibe a través de “todo eso que nos es exterior al cuerpo, y, por extensión, al espíritu, es decir, el contenido del espíritu mismo, en particular nuestros recuerdos.”[19] 

Adicionalmente, vale la pena mencionar que “Las imágenes [phantasmata o ‘fantasmas’] producidas por la fantasía no surgen de la nada, tiene su origen en representaciones, vale decir figuraciones, composición de imágenes o figuras que recuerdan lo conocido, y lo sustituyen.”[20] Así, lo que resulta más conocido para Auxilio es, por un lado, aquello que la motiva a ir a la universidad, a los cafés y a convivir con los poetas y, por otro, a buscar el sueño y soñar o tener pesadillas por sentirse atrapada en un baño con un libro de Pedro Garfias, sin comida, y con agua suficiente para sobrevivir, durante dieciocho días. Asimismo, constantemente evoca los objetos que la rodean en ese lugar y que, mediante las imágenes mentales que los sustituyen, le producen la sensación de estar ahí: las baldosas; el wáter; el libro de poemas; las manchas en el techo; el suelo y las paredes; su propio atuendo “con la pollera arremangada y los calzones abajo.”[21] Aunque, también, recuerda lo que miraba hacia el exterior de su encierro desde la ventana: las tanquetas; los soldados y los granaderos; las furgonetas donde metían a profesores y estudiantes presos; el terror, el miedo de que pudiera ocurrirle algo similar o incluso peor. Sin embargo, de igual manera vienen a su mente imágenes de vida, pues “veía pájaros, árboles o ramas que se alargaban desde sitios invisibles, matojos, hierba, nubes […]”[22] y que tal vez le ayudaron a saber que no todo era terrible allá afuera a pesar del silencio humano. Cabe añadir que, en su cotidianidad, el entorno siempre está presente en varios de sus recuerdos y no solo en aquellos que la marcaron con mayor profundidad, puesto que en sus rememoraciones aparecen zonas de la ciudad, nombres de calles y avenidas, locales para beber café o bebidas alcohólicas, alusiones al paisaje, y artistas y escritores: “[…] y yo le decía al periodista quién era Lilian Serpas, le decía que el dibujo no era suyo sino de su hijo, le contaba lo poco que sabía de esa mujer que aparecía y desaparecía por los bares y cafeterías de la avenida Bucareli.”[23]

Al relacionar el espíritu con los recuerdos, y adoptando una postura psicológica, podemos decir que las representaciones mentales de los objetos son fundamentales para conservar y evocar los recuerdos, ya que pueden relacionarse con una situación dada y así ayudar a mantenerlos presentes a través del tiempo, aun si con su paso van sufriendo modificaciones y distorsiones que llegan, incluso, a confundirse con la percepción de la realidad y la fantasía. Aunque hay varios momentos en la novela de Bolaño donde se rompe la secuencia cronológica de los eventos, y por lo tanto se vuelve fragmentaria, la analepsis se da principalmente por el recuerdo de 1968, esa ancla pesada e inamovible que se enclava en la cabeza de Auxilio para evitar que el navío de la memoria se desplace libremente por otras aguas, y llegue a otras islas donde reemplace el dolor por el deseo de seguir viviendo. Por esta razón, es que hacia el final del texto el personaje que alude a una “tierra cultivada” empieza un viaje ya no físico, sino más bien mental, entre el mundo que la despierta cada día y que luego la agota, hasta el punto de ya no querer confrontarse con la realidad, con la nube de polvo del pasado sobre el presente. En la diégesis, Auxilio tiene una revelación en el apartamento de Coffeen —hijo de Lilian Serpas— mientras rememoran el mito de Erígone, en un instante en el que “El aire enrarecido por el vuelo de miles de insectos se aclaró”[24], como si súbitamente hubiera salido de un delirium tremens instalado en su imaginación a causa de la borrachera más extensa de su vida. En el mito, Erígone se aleja ante la mirada de Orestes hasta desaparecer repentinamente en un abrir y cerrar de ojos, por lo que, tras escuchar a Coffeen mencionarlo, tiene su epifanía:

Francamente, me sentí bloqueada y por un momento me pareció, ¡como quien levanta la hoja de un rayo y ve lo que hay detrás!, que Coffeen era Orestes y yo Erígone y que aquellas horas de oscuridad se harían eternas, es decir que yo nunca más vería la luz del día […][25]

Tras esta dura reflexión, dice estar aliviada, anestesiada, mientras la arrastran a un quirófano para llevarla al parto de la Historia, y así hacer consciente la fragilidad de sus días, y el agotamiento que acaecía en su cuerpo por emborracharse con los poetas jóvenes mexicanos, al notarse “exhausta o vacía o con ganas de llorar.”[26]

Entonces, comienza la etapa de sueño incontrolable, el deseo de dormir frecuentemente, como ella misma afirma al decir “que dormía, estuviera donde estuviera, generalmente cuando estaba sola (detestaba quedarme sola, cuando me quedaba sola me sumergía en el sueño de inmediato), pero con el paso del tiempo el vicio se hizo crónico y me dormía incluso cuando estaba acompañada, acodada en la mesa de un bar o incómodamente sentada en una función de teatro universitario.”29

De acuerdo con Halbwachs, “Hablamos de nuestros recuerdos para evocarlos”,[27] ya que esta es la función del lenguaje y ello nos permite reconstruir el pasado; no obstante, Auxilio solo habla de sus recuerdos consigo misma, en silencio y, tal vez, eso es parte de lo que al final la induce a un sueño eterno. En relación con ello, “existe un solo caso de un hombre que se confunde con las imágenes que se representa, es decir, cree vivir eso que imagina en su aislamiento; pero también es el solo momento donde sea capaz de acordarse: es cuando sueña.”[28] La cuestión es que, cuando sueña en ese estado de hipersomnia, la charrúa solo trae a la mente aquel recuerdo de 1968, y con él da rienda suelta a las fantasías, y evoca a los jóvenes luchadores de Latinoamérica con un interlocutor muy peculiar: un ángel argentino que le dice cosas, mientras ella sigue viéndose en el baño de la facultad, bajo una “luna [que] derrite una por una todas las baldosas de la pared hasta abrir un boquete por donde pasan imágenes, películas que hablan de nosotros y de nuestras lecturas y del futuro rápido como la luz y que no veremos.”[29] Adicionalmente, en su sueño comienza a decir algunas profecías relacionadas mayormente con la literatura, donde predice quiénes o qué desaparecerá y permanecerá.  De pronto, su sueño da un giro que conecta con la pintura de El caminante sobre el mar de nubes (1818), de Caspar David Friedrich (debajo), en la que se ve a un hombre de espaldas quien, desde la cima de un risco, contempla un paisaje gélido y escarpado entre la niebla o, más precisamente, por encima de ella. Al observar con detenimiento esta obra del romanticismo alemán, se percibe un sentimiento de abstracción, aislamiento y soledad que no genera tristeza sino, más bien, melancolía.

Inzaurralde escribe que el filósofo alemán Walter Benjamin concuerda con August Strindberg[30] en que “el infierno no es nada que se encuentre, aún, frente a nosotros, sino que es ya esta vida, aquí”[31], para posteriormente agregar que “En la melancolía benjaminiana de innegable raigambre romántica, no es la pérdida del objeto lo que predomina sino la pérdida del sujeto mismo, en relativa fusión con el objeto […]”, donde la mirada melancólica “no es un mero estado de ánimo o una patología, es más bien una mirada que puede percibir la tristeza de la materia caída en su estado de mutismo”,[32] es decir, en su silencio o ausencia de lenguaje. Por lo anterior, es importante retomar brevemente el tema del objeto que transmite melancolía a partir de su silencio, pues este se representa a lo largo de la novela de Bolaño, esencialmente, por las baldosas blancas de la pared del baño donde Lacouture se queda encerrada, y el reflejo —como espejo de la melancolía— de la luna sobre ellas: “la Universidad ha vuelto a abrirse, pero yo sigo encerrada en el lavabo de la cuarta planta, como si de tanto arañar las baldosas iluminadas por la luna hubiera abierto una puerta que no es el pórtico de la tristeza en el contínuum del Tiempo. Todos se han ido, menos yo. Todos han vuelto, menos yo.”[33]

Y así, en la cima del sueño como el risco en el cuadro de Friedrich, Auxilio observa una sombra que avanza por un gran prado, hasta percatarse de que se trata de una multitud de jóvenes que venían cantando y que “Probablemente eran fantasmas.”[34] Unos fantasmas que al final reconoce, y que desvelan la razón del título de la obra:

Y aunque el canto que escuché hablaba de la guerra, de las hazañas heroicas de una generación entera de jóvenes latinoamericanos sacrificados, yo supe que por encima de todo hablaba del valor y de los espejos, del deseo y del placer. Y ese canto es nuestro amuleto.[35]

De esta manera, la protagonista no solo da fin a su sueño de una juventud de guerra, de deseo y de placer, sino que también desaparece en un abrir y cerrar de ojos, como Erígone, ante la multitud de niños y jóvenes que cantaban al ir caminando hacia el abismo, como aquellos pájaros que con su piar le acompañaron, desde afuera, esos dieciocho días en el baño del cuarto piso de Facultad de Filosofía y Letras.

El caminante sobre el mar de nubes, Caspar David Friedrich (1774-1840)

Bibliografía

Bolaño, Roberto. Amuleto. España: Alfaguara, 2016. Ebook.

Halbwachs, Maurice. Los marcos sociales de la memoria. Venezuela: Anthropos Editorial, 2004. Impreso.

Inzaurralde, Gabriel. “Habitar la derrota: la ciudad baldía del exilio en Roberto Bolaño” en Telar: Revista del Instituto Interdisciplinario de Estudios Latinoamericanos. Países

Bajos: Universidad de Leiden, 2017. Impreso.

Neumann, Birgit. “The Literary Representation of Memory” en Cultural Memory Studies.

Alemania: Walter de Gruyer GmbH & Co., 2008. Impreso.

Pozuelo, José María. “Figuraciones del Yo en la narrativa” en Ensayos Literarios Cátedra

Miguel Delibes. España: Universidad de Valladolid, 2010.

Proyecto de “technologies innovantes pour faciliter l’accès du grand public à ses racines” en www.filae.com/nomdefamille/LACOUTURE. Digital


[1] Bolaño, Amuleto, p. 38

[2] Esta plaza, ubicada en Tlatelolco, CDMX, recibe este nombre ya que tiene vestigios arquitectónicos de las culturas mesoamericana, española y mexicana.

[3] Por “reales” hago referencia a personajes que existen físicamente en el contexto de la novela, aunque, al final, todos los actantes sean ficcionales. 4 Bolaño, Amuleto, p. 128

[4] Bolaño, Amuleto, p. 12

[5] Ibid., p. 120-1

[6] Neumann, The Literary Representation of Memory, p. 333

[7] Bolaño, Amuleto, p. 60

[8] Ibid., p. 89

[9] Diccionario de la Real Academia Española.

[10] https://www.filae.com/nom-de-famille/LACOUTURE.

[11] Bolaño, Amuleto, p. 53

[12] Inzaurralde, Habitar la derrota. La ciudad baldía del exilio en Roberto Bolaño, p. 97

[13] Bolaño, Amuleto, p. 12

[14] Inzaurralde, Habitar la derrota. La ciudad baldía del exilio en Roberto Bolaño, p. 101

[15] Bolaño, Amuleto, p. 83

[16] Bolaño, Amuleto, p. 19

[17] Inzaurralde, Habitar la derrota. La ciudad baldía del exilio en Roberto Bolaño, p. 91 19 Ibid., p. 93

[18] Halbwachs, Los marcos sociales de la memoria, p. 318

[19] , p. 318

[20] Pozuelo, Figuraciones del yo, p. 24

[21] Bolaño, Amuleto, p. 27

[22] , p. 122

[23] Bolaño, Amuleto, p. 62-3

[24] , p. 27

[25] Bolaño, Amuleto, p. 105

[26] Ibid., p. 110 29 Ibid., p. 111

[27] Halbwachs, Los marcos sociales de la memoria, p. 324

[28] Halbwachs, Los marcos sociales de la memoria, p. 319

[29] Bolaño, Amuleto, p. 111

[30] August Strindberg (1849-1912) fue un escritor y dramaturgo sueco, influenciado a su vez por las doctrinas del místico Emanuel Swedenborg (1688-1772), también de origen sueco.

[31] Inzaurralde, Habitar la derrota. La ciudad baldía del exilio en Roberto Bolaño, p. 89

[32] Inzaurralde, Habitar la derrota. La ciudad baldía del exilio en Roberto Bolaño, p. 89

[33] Bolaño, Amuleto, p. 107

[34] Ibid., p. 126

[35] Ibid., p. 128

Relatos cortos

Prólogo accidental

Llueve. Pienso en mi vida. No tengo trabajo. Estoy de vacaciones en la escuela. Saco a mis perros a pasear y les ladran a la gente y a otros perros. Me fastidia hacer la limpieza de la casa, aunque disfrute de un espacio cómodo y sin desorden. Escucho a lo lejos un grito multitudinario de gol de un juego que no me interesa. Dicen en las noticias que uno de los partidos políticos de siempre ganó las elecciones. De pronto, cae un rayo en el árbol que está afuera de la casa y lo parte en dos. El lado izquierdo se quema. El derecho se dobla aunque luce casi intacto. Ahora sólo puedo mover la mitad del cuerpo, pero la imaginación me ayuda a escaparme de este lugar.

Vocablos libertinos

Las palabras están ahí, aguardando hasta ser encontradas, pareadas, reunidas en una orgía organizada, que pueda decirte lo que yo siento, al sentirte…

A veces

A veces, quisiera embriagarme cada instante, cada segundo, para posponer la resaca de vivir hasta que la muerte me la cure.
Más veces de las que quisiera, este deseo despierta dentro de mí, como si ya fuera un huésped omnipresente, alojado en la habitación más promiscua del hotel de paso de la memoria.

Aqua Marina

Belleza… ¿Cómo se puede describir lo bello? ¿El lenguaje no alcanza, o es, acaso, suficiente para evocar algunas imágenes que nos acerquen a lo sublime? La belleza está en lo simple, en las cosas que vemos sin observar, en una gota de agua salada que se escurre por una superficie tersa, apiñonada, joven, tan nueva que todavía rebosa suave, y crece, y se regenera, mientras el líquido de la vida se desliza, y la recorre desde el cuello, por donde apareció de entre sus negros cabellos húmedos para asomarse tímidamente y seguir transitando su piel, esa hermosa capa de cielo que encierra sus entrañas. Titubea un poco a causa de una súbita ráfaga de viento, pero no se detiene; sigue, y baja lánguidamente, al tiempo que refleja un brillo provocado por el sol. Por fin llega a la espalda. Resbala con más lentitud al toparse con unos granos de arena, diminutos para el hombre pero enormes para ella; los arrolla, les pasa por encima, y sigue aprovechando las bondades que le otorga su cómplice, la gravedad. Pasa justo por el eje de ese cuerpo, por la línea que marca esa simetría casi perfecta, mientras deja tras de sí el rastro de su paso por la piel. Avanza, y de pronto se deja ir más rápido, hasta quedar casi desbordada, justo al límite de sus nalgas redondeadas, lampiñas. Sin esperarlo, una mano asesta un ligero golpe, suficiente para deshacerla, dejando parte de su esencia liquida sobre esa superficie tersa que le había dado algunos segundos de placer. Él, con los dedos de esa mano, aprovecha para refrescarse los labios carnosos, ya resecos por la sal y el calor incansable. Lo que queda de ella, de esa gota reventada, por fin alcanza el clímax, llega al éxtasis mientras la besa, y la frota, y la limpia con su lengua, para llevarla al calor de su boca.

Homohereje

Monseñor Gustavo Cerda, arzobispo del sur del país, dijo esta mañana que la unión civil entre personas del mismo sexo atenta contra el plan de Dios. Por ello, en sus oraciones él sólo está a favor de la unión carnal, íntima, con seres libres de pecado, que poco conozcan -aún- de los demonios terrenales, como el monaguillo en turno, mientras está en la privacidad de la habitación de esa sede eclesiástica que lo resguarda de los ojos del mundo.

El pequeño presidente

Estaba el pequeño presidente con su gran ego sentado en su gran silla dentro de su gran palacio. Un día, se le ocurrió ordenar al pequeño jefe de su gran ejército que arengara a sus grandes soldados ante la gran masa. Se armó un gran polvorín y hubo muertos, pequeños y grandes, pero casi nadie quiso enterarse pues tenían al pequeño delantero del equipo de futbol y a la gran víctima con la pequeña villana en la pequeña pantalla de tv. Enojado por no ser la sustancia contextual, el gran ego le ordenó al pequeño presidente cancelar las señales que salían de las fauces del gran transmisor. Al cabo de grandes días y pocas semanas, ambos tuvieron que abandonar el país, pues a la gran masa no le quedó más remedio que ocuparse de los grandes problemas de su pequeño mundo.

Semana laboral

Por fin el lunes ya no es tan odioso, es decir, ya no me ocasiona esa efímera depresión matutina que parece compensarse con la fugaz alegría del viernes por la tarde. Ya no tengo que apresurarme para ir al baño, para asearme, para desayunar algo rápido y enfrentarme al tráfico de oficinistas ansiosos y padres furiosos, de aquellos que a cualquier costo quieren llegar rápido a las empresas y a los colegios. No más. Ahora puedo ser yo mientras veo cómo los sueños se materializan, y la luz emerge del fondo para envolver suavemente las ideas que flotan sobre mis grises cabellos cansados. Después de todo, caer en una cama de hospital tras un infarto puede tener ciertas ventajas.

El encuentro

A ella, la rabia la consumía pues no podía soportar que por el espejo retrovisor leyera en los labios de aquel tipo “eres una perra estúpida”; sabía que a veces era un poco distraída, pero nunca se daba una vuelta prohibida o se pasaba una luz roja de manera intencional, aunque sucediera más veces de las que ella hubiera deseado. A él, la impotencia lo hacía sentirse vulnerable, después de que aquel grupo de jóvenes le gritara «anciano decrépito imbécil» y lo invitara a bajarse del auto para pelear por su hombría, tras hacer ese viraje brusco delante suyo; sabía que perdería y por eso prefirió seguir su marcha, a pesar de que según su criterio ellos habían sido los culpables. Así, ella y él, él y ella, se encontraron algunos metros más adelante, cuando una colisión frontal los hizo rozar sus labios mientras volaban sin control al atravesar el cristal que los protegía del viento. Los curiosos aseguraron que de no ser por la gran cantidad de sangre, habría sido una escena de amor perfecta.

El río de los remedios

Una corriente fétida apacible. Un viento gris humedecido. La lluvia ácida excitada. Lágrimas sobre despojos. Un río con vísceras hinchadas. La sombra de un asesino que lo destripa. Un interno putrefacto que se desborda. Sudor sobre los rostros. Las chozas de lámina inundadas. La madera flotando sin rumbo. Una mujer estirando el brazo. La angustia que moja. Un niño flotando sin rumbo. Los gritos viajando por el agua. El cielo que deja de llorar. La gente con lágrimas sobre el agua. Una laguna fétida apacible. La esperanza que desaparece y nace con el río.

Soledad

Estoy tan solo como la muerte misma, tan solo que puedo oler la superficie de mis huesos, que se quiebran cada vez que el tiempo los pisa.

Epílogo

Qué rico es despertarse así, con la lluvia golpeando la madera de la cubierta y un cuerpo ajeno procurando la tibieza del mío, espalda contra espalda y nalga contra nalga. Así nadie quiere despertar, ni siquiera yo, y creía que tampoco él pero súbitamente trata de librarse de mí, seguramente porque los otros ya se fueron; por eso me volteo y lo abrazo, evito que se mueva, y lo estrujo así, para permanecer los dos juntitos. Pasa un rato y me doy cuenta que se empieza a enfriar, ya hasta lo están enterrando, ¡tan bien que estaba! Ahora tengo que salirme de esta caja de muerto y buscar a otro que me caliente los huesos.

Pequeño homenaje a grandes amigos

Este no es un poema, tampoco es una canción
Pero es algo que sale de una grieta del corazón.
He tenido amigos, pero no como estos dos
A quienes quiero rememorar hoy,
En un día cálido pero nublado, húmedo y con viento
Porque nunca hay suficiente tiempo
Para entender que la vida se apaga,
Aunque los recuerdos no se vayan.
Llegaron juntos a mi vida, acogidos en el mismo lugar
Y al final por separado se fueron, aunque ahora juntos están.
No sé si existe el Paraíso, pero ahí debieran estar.
Me esperaban y me buscaban,
Me querían y no me juzgaban.
Brincaban hasta lo alto de la reja de la casa,
Cuidando lo que era (es) suyo, lo que era nuestro,
Y durmiendo bajo el sol que calentaba sus cuerpos,
Descansando hasta la hora de pasear.
Ella tenía un abrigo negro rizado, brillante,
Él era dulce conmigo, transparente, como la miel.
A veces peleaban entre ellos, pero con los años
Valoraban más el calor mutuo que la separación fría,
Y con todo a ambos yo quería, aunque a veces los problemas
Nos asediaban, pero eso no nos separaba y al final
Más fuertes nos hacía.
Lina y Sinclair se llamaron, y una grieta me dejaron,
Una herida que sana con los recuerdos de su cariño,
De sus perrunos abrazos, y de los lazos
Que nunca se han de romper entre nosotros tres.

Literatura y Naturaleza

La literatura es una de las siete bellas artes que, más allá de definirse en términos etimológicos o académicos, se ha constituido como una de las principales fuentes de conocimiento, inspiración y entretenimiento desde sus orígenes hasta nuestros días para seguir deleitando a millones de lectores alrededor del mundo. A través de ella se puede aprender la visión de las sociedades antiguas, como la griega o la maya; también, es posible conocer otras costumbres o lugares y, sobre todo, saber que los seres humanos, ya sean de otras épocas o de otras latitudes, compartimos los mismos problemas y los mismos anhelos, aunque con diferentes vertientes, en este andar que hemos denominado “vida”.

Así, la literatura trata acerca de lo que nos acontece día a día y que percibimos en nosotros mismos y mediante nuestra relación con los otros; con lo que nos rodea en el entorno social, político y cultural en el que nos desarrollamos y, por supuesto, con la naturaleza, entendida como todo aquello que existe sin la intervención directa del ser humano, y que involucra todo lo concerniente al cosmos desde las galaxias, el sistema solar y las estrellas, hasta lo que reconocemos haciendo uso de nuestros sentidos para descubrir el mundo que habitamos al ver un paisaje montañoso lleno de neblina, que se escurre entre el verde profundo de la vegetación que lo cubre; al sentir la caricia del agua tibia del mar que nos envuelve con su manto salado, o al escuchar el sonido de un ave que anuncia el amanecer con un canto dulce que vuela, como ella, para viajar con el viento hasta nuestros oídos. Además, la naturaleza también se encuentra dentro de nosotros, y nos conforma como parte de esa creación que tuvo su origen sin nuestra influencia para dotarnos de mente, alma y cuerpo, por lo que somos naturaleza y a la vez parte de ella. Entonces la literatura, como una creación de los seres humanos, puede englobarse dentro de la naturaleza, esa naturaleza humana que impulsa al descubrimiento y estimula la necesidad de hacer uso de las palabras para mantener un registro de los eventos, para preservar la historia y entender el hábitat de la humanidad mediante la reflexión que implica la escritura, y con ello intentar comprender todo lo que nos rodea al mismo tiempo que intentamos advertir lo que se halla dentro de nuestro ser y el mundo que hemos creado, como las emociones y los sentimientos, la razón y la insensatez, la lógica y la incongruencia, y demás cualidades que, con mayor o menor frecuencia, nos caracterizan. 

Desde la Grecia antigua, tanto lo natural como lo sobrenatural han tenido un papel fundamental dentro de la literatura, en la que se permean diversos elementos no solo del reino animal y vegetal sino también del universo para entender la relación del hombre con su medio ambiente. Por ejemplo, ciertos fenómenos atmosféricos como las tormentas, con vientos fuertes, aguaceros, relámpagos y truenos, muchas veces se interpretaban como un presagio o reflejo de problemas morales o sociales en la tierra, como parte de una teoría sobre el microcosmos de los hombres. Para la sociedad griega de la antigüedad, el universo se origina acorde a lo relatado en la Teogonía de Hesíodo, un poeta griego que existió en el siglo VII a. de C. En esta obra poética se menciona que de un abismo, una especie de vacío en el espacio, se originó Gea, es decir, el planeta Tierra, para luego dar origen a otros componentes de su concepción del universo como los astros y el Tártaro, una parte del inframundo que servía como lugar de castigo para los titanes, que eran deidades poderosas que representaban a algún elemento natural o bien a un atributo humano. De esta manera, los primeros versos que se refieren a la creación del universo son:

Primeramente, por cierto, fue el Abismo; y después,

Gea de amplio seno, cimiento seguro de todo

inmortal que habita la cumbre del Olimpo nevoso,

y Tártaro oscuro al fondo de la tierra de anchos caminos,

y Eros, que es entre los inmortales dioses bellísimo,

que desata los miembros, y de todos los dioses y hombres

domina la mente y la voluntad prudente, en el pecho.

De Abismo, Érebo y la negra Noche nacieron;

y de la Noche , luego, Éter y Hemera nacieron,

que ella concibió y parió, habiéndose a Érebo unido en amor.

(116-125)

En este fragmento, es posible identificar otros elementos de la naturaleza además de la Tierra y la noche, como Érebo que es un dios que representa a la sombra y la oscuridad, y Hemera que es la personificación femenina del día. En las siguientes líneas del poema, aparecen otros elementos naturales representados por dioses como Océano, Hiperión (el sol), Ceo (titán de la inteligencia), Crío (dios de los rebaños y las manadas) y varios más. Asimismo, se dice que Brontes, Estéreopes y Arges dieron a Zeus el trueno y fabricaron el rayo.

Acercándonos más a nuestro tiempo tenemos a Esopo, cuya vida transcurrió en el siglo VI antes de Cristo y quien debe su renombre a sus fábulas, que surgen de una sociedad primordialmente rural. La fábula es un género literario que tiene carácter didáctico, o moralizante, y en cuya construcción se utilizan personajes representados por animales o plantas con atributos humanos. Como ejemplo de una fábula de Esopo, tenemos aquella de El león y el ratón:

Estando durmiendo un león en la falda de una montaña, los ratones del campo, que andaban jugando, llegaron ahí, y casualmente uno de ellos saltó sobre el león y éste lo agarró. El ratón, viéndose preso, suplicaba al león que tuviese misericordia de él, pues no se había equivocado por malicia, sino por ignorancia, por lo que pedía humildemente perdón. El león, viendo que no era digno de él tomar venganza de aquel ratón, por ser animal tan pequeño, lo dejó ir sin hacerle mal. Poco tiempo después el león cayó en una red, y viéndose atrapado, comenzó a dar de rugidos. Oyéndolo, el ratón acudió al momento y, viendo que estaba preso en aquella red, le dijo: Señor, ten buen ánimo, pues no es cosa que debas temer; yo me acuerdo del bien que de ti recibí, por lo cual quiero devolverte el favor. Y diciendo esto, comenzó a roer con sus dientes y rompiendo los ligamentos de la red desató al león.

Esta fábula manifiesta que no se debe menospreciar y dañar a los débiles, pues algunas veces acontece que su auxilio es sumamente indispensable aun para los más poderosos.

Aquí, al mismo tiempo que se quiere dejar una enseñanza moral, se observa como el león se utiliza para representar la fuerza y el ratón la debilidad, teniendo ambos atributos humanos que no solo se manifiestan por estas características sino también por otras como la dignidad y la bondad. 

Otro autor de la Europa antigua que mostró gran interés en diversos mitos y su relación con la naturaleza es Ovidio, quien fue un poeta romano que vivió entre el año 43 a. de C. y el 17 d. de C. Entre otras obras, Ovidio es ampliamente recordado por sus Metamorfosis. Como su nombre lo indica, esta obra aborda el tema de las transformaciones como un medio para conservar la esencia de las cosas, aun si el cuerpo cambia de forma para manifestarse como un animal, una planta o bien como él mismo pero con alguna características añadida y que no es propia de su naturaleza.

Así, en las Metamorfosis se narra como Júpiter (Zeus en la mitología griega) transforma al rey Licaón de Arcadia en lobo por haber sacrificado a los extranjeros que llegaban a sus tierras, violando el principio de hospitalidad; mientras que Niobe, tras ver a sus hijos asesinados por los dioses Apolo y Artemisa a consecuencia de su soberbia, ruega al dios máximo que la convierta en piedra, mutando así en un peñasco; e Ícaro, que alcanza solo una transformación a medias al desarrollar un par de alas endebles para escapar de la isla de Creta. Cabe señalar que todas las mutaciones, ya sea que se realicen de forma completa o solo en parte, obedecen a un castigo dado por los dioses, o bien a un deseo, generado en muchos casos por amor. En los siguientes cuadros es posible ver la visión de dos artistas acerca de algunos de estos mitos: Júpiter y Licaón, de Jan Cossiers (derecha) y La caída de Ícaro, de J.P. Gowy (izquierda).

Como un ejemplo más, es posible citar la metamorfosis de Narciso, de cuyo nombre proviene el término que usamos ahora para describir a una persona que se ama demasiado a sí misma, y que llamamos narcisista. En este mito, Narciso, quien fuera engendrado por la ninfa Liriope y el río Cefiso, es un adolescente de gran belleza del cual se enamora una ninfa llamada Eco; esta deidad menor de la naturaleza recibe su nombre debido a que, tras ser sorprendida por Juno (Hera en la mitología griega) en brazos de su esposo Júpiter, es condenada por aquella a no poder conversar y repetir solo las palabras de otros. Entonces cuando Eco quiere abrazar a Narciso para demostrarle su amor, se dice que a causa de su soberbia “Aquél huye, y huyendo: “Las manos de los abrazos retira; / moriré antes –habla- que tengas poder sobre nosotros.” (III, 390-392). Ante ello, Eco decide ir a lamentarse al bosque, pero no sin antes suplicar a los dioses que su desprecio sea vengado:

De allí alguien despreciado, las manos al éter alzando:

‘Que así ame él mismo, sea justo; así no de lo amado se adueñe’,

Había dicho; a sus súplicas justas, la Ramnusia asintió.

(III, 404-406).

Donde el éter es el aire más puro, ligero y elevado respirado por los dioses, en contraste con el más denso y contaminado que se respira en el mundo de los mortales, y Ramnusia es otro nombre otorgado a Némesis, quien castigaba a los que no obedecían a aquellas personas que tenían derecho a mandarlas, siendo la diosa de la justicia retributiva y de la venganza. Así, y tras despreciar a Eco, Narciso se enamora al ver su reflejo en el agua de una fuente inmaculada, y después de intentar abrazarse y besarse en esa imagen suya por mucho tiempo, finalmente muere desgastado por el amor a sí mismo. Al final, se dice que seguía admirándose en el río Estigio dentro del mundo de los muertos, y su cuerpo se transforma en una flor que evoca su belleza, la flor de narciso. Debajo podrán ver Eco y Narciso, de John William Waterhouse.

Como otra representación de este mito, a continuación se muestra una pintura de Salvador Dalí llamada La metamorfosis de Narciso que, según el mismo artista, debe observarse acompañada de un poema que él mismo escribió, y en donde revela que para él la transformación de Narciso representa la inspiración, encarnada en Gala:

«Cuando esa cabeza se raje

cuando esa cabeza estalle

será la flor,

el nuevo Narciso,

Gala,

mi narciso.»

Pasando a la explicación de lo sobrenatural y la creación del mundo en las culturas prehispánicas, tenemos uno de los testimonios literarios más antiguos de Mesoamérica: el Popol Vuh. Este libro maya sobre el origen de la Tierra, nos cuenta que

Al principio, todo estaba suspenso, en calma y en silencio. Todo estaba sin movimiento porque la extensión del cielo estaba vacía. No había gente, animales, pájaros, peces, cangrejos, piedras, barrancos ni montañas; solamente el cielo estaba ahí, sin nada. La tierra aun no existía y no había nada que pudiera hacer ruido. Todo estaba en silencio y solamente el mar estaba ahí, quieto en la oscuridad. Solamente los Creadores y Formadores, Tepew y Q’uk’umatz, estaban sobre las aguas, rodeados de luz y cubiertos con plumas verdes y azules. Ellos eran sabios y grandes pensadores, porque eran los ayudantes del Corazón del Cielo, que es el nombre de Dios. Tepew y Q’uk’matz se reunieron y juntaron sus palabras y sus pensamientos. Entonces decidieron crear los árboles y los bejucos. Por la voluntad de Corazón del Cielo, que también es llamado Juraqan, ellos crearon las plantas de la oscuridad y dieron vida al ser humano.

De este modo, tras crear la vegetación, dieron origen a los animales para tener sonidos y movilidad sobre la Tierra, y luego al ser humano. Para crear a este último, usan elementos de la naturaleza, siendo el primero de ellos el barro; sin embargo, al darse cuenta de que no era un material resistente y notando que el primer intento de hombre comienza a derretirse, hacen uso de la madera. Esta raza humana ya no se derritió aunque, al estar hecha de palo, olvidó hablar y adorar a su Dios al carecer de razón y alma, además de tener una cara dura, seca y sin expresión. Por este motivo, Corazón del Cielo decidió destruirlos mediante un diluvio, para luego devastar a los sobrevivientes por medio de los animales, como el zopilote que sacó sus ojos, el jaguar que los devoró, y el puma que les quebró los huesos para sacarles el tuétano. A esto, se añade que sus descendientes son los monos, y que por esto se parecen a los hombres. Finalmente, crearon a los seres humanos por medio del maíz blanco.

En cuanto a la cultura azteca, también es posible encontrar varias referencias literarias a la naturaleza. Por ejemplo, existen varios cantos anónimos del siglo XVI en donde es posible observar alusiones a plantas, animales y los astros; el principio de estos cantos dice:

Consulto con mi propio corazón:

“¿Dónde tomaré hermosas fragantes flores? ¿a quién lo preguntaré?

¿Lo pregunto, acaso, al verde colibrí reluciente,

al esmeraldino pájaro mosca? ¿lo pregunto, acaso, al áurea mariposa?

Sí, ellos lo sabrán: saben en dónde abren sus corolas las bellas olientes flores.

Si me interno en los bosques de abetos verde azulados,

               o me interno en los bosques de flores color de llama,

ahí se rinden a la tierra cuajadas de rocío, bajo la irradiante luz solar,

ahí, una a una, llegan a su total perfección.

Asimismo Nezualcoyotl, monarca en el Texcoco del México antiguo y poeta del siglo XV, alude a la naturaleza mortal del ser humano en sus Liras, lo que es notable en la siguiente estrofa:

Yo tocaré, cantando,

El músico instrumento sonoroso;

tú, las flores gozando,

danza y festeja a Dios que es poderoso;

gocemos hoy tal gloria,

porque la humana vida es transitoria.

[…]

¡Ojalá los que ahora

juntos nos tiene del amor el hilo

que amistad atesora,

viéramos de la muerte el duro filo!

Porque no hay bien seguro:

que siempre trae mudanza lo futuro.

Ahora, abordaremos de forma breve algunos escritores y poetas mexicanos que han tratado el tema de la naturaleza de diversas formas dentro de su obra. En el siglo XVII, es posible destacar a Sor Juana Inés de la Cruz, o Juana de Asbaje, una religiosa de la Orden de San Jerónimo y escritora novohispana, exponente del Siglo de Oro de la literatura en español; entre su amplio trabajo literario se encuentra la obra de teatro El divino Narciso en la que, además del personaje de la mitología griega, existe otro llamado Naturaleza Humana, quien en el acto tercero dice:

De buscar a Narciso fatigada

sin permitir sosiego a mi pie errante

ni a mi planta cansada

-¡qué tantos ha ya días que vagante

examina las breñas

sin poder encontrar más que las señas!-

A este bosque he llegado –donde espero

tener noticias de mi bien perdido-

que si señas confiero,

diciendo está del prado lo florido

que producir amenidades tantas

es por haber besado ya sus plantas.

Aquí es posible observar no solo alusiones a la naturaleza, sino que estas se mezclan con las del personaje Naturaleza Humana para comparar la confusión que le aqueja por no encontrar a Narciso con la maleza y el bosque, y establecer un paralelismo entre la planta del pie y las plantas del “prado florido”, que entran en contacto para comunicar al ser humano con la naturaleza.

Otro de los periodos literarios relevantes no solo en México sino en muchas partes del mundo es el del Romanticismo, cuya mayor relevancia se diera durante el siglo XIX. La palabra “romance” se refiere a las lenguas o idiomas derivadas de la lengua romana, es decir, del latín; en este movimiento artístico y literario, la naturaleza y los paisajes se toman como inspiración para reflejar estados de alma y sentimientos nacionalistas. Entre sus principales representantes de México se encuentra el poeta Manuel Acuña.

Para el siglo XX, existen varios escritores mexicanos que de alguna u otra manera relacionan su actividad literaria con la naturaleza. Por ejemplo, Juan Rulfo, tanto en su novela Pedro Páramo como en los cuentos que integran El llano en llamas sitúa a sus personajes en entornos rurales, haciendo de la vida en el campo el objeto de su obra. En relación a esto, Pedro Páramo comienza de la siguiente manera:

Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saponarias.

       El camino subía y bajaba: «Sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para él que viene, baja.»

      —¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo?

      —Comala, señor.

      —¿Está seguro de que ya es Comala?

      —Seguro, señor.

      —¿ Y por qué se ve esto tan triste?

      —Son los tiempos, señor.

       Yo imaginaba ver aquello a través de los recuerdos de mi madre; de su nostalgia, entre retazos de suspiros. Siempre vivió ella suspirando por Comala, por el retorno; pero jamás volvió. Ahora yo vengo en su lugar. Traigo los ojos con que ella miró estas cosas, porque me dio sus ojos para ver: «Hay allí, pasando el puerto de Los Colimotes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el maíz maduro. Desde ese lugar se ve Comala, blanqueando la tierra, iluminándola durante la noche.» Y su voz era secreta, casi apagada, como si hablara consigo misma… Mi madre.

Aquí, la naturaleza sirve como escenario para anticipar lo que Juan Preciado, hijo de Pedro Páramo, encontrará al llegar a Comala inmerso en un calor intenso y molesto mientras recorre un paisaje árido, que contrasta con los recuerdos de vegetación viva que su madre le trasmite antes de morir.

Por su parte, José Emilio Pacheco Hace poesía de su observación de los animales y la mezcla con la naturaleza humana en su Álbum de zoología, en el que escribe sobre cangrejos, hormigas y zopilotes entre muchos otros seres vivos. Así, del mono dice:

Cuando el mono te clava la mirada

Estremece si no seremos

Su espejito irrisorio y sus bufones

(“El espejo de los enigmas”).

Y sobre el gorrión, que

Baja a las soledades del jardín

Y de pronto lo espanta tu mirada.

Y alza el vuelo sin fin,

Alza su libertad amenazada.

(“Un gorrión”).

Así, es posible encontrar diversas obras literarias que aluden a la relación entre el ser y la naturaleza, que de manera intrínseca se vinculan para mostrarse como una unidad íntima e inseparable.

Versos de una madrugada de 2017

Para S.

– 

Si tu dolor pudiera irse
con el trinar de las aves
que vuelan lejos de tu lado;

si tu dolor pudiera irse
en su canto transformado
hasta la nube que viaja con el viento;

si tu dolor pudiera irse
con la nube que gris-negra
purifica con su llanto
la envoltura de tu alma…

Si tu dolor pudiera irse conmigo,
y lo cargara hasta otro mundo
y lo dejara, ahí,
rompiendo su núcleo
hasta que la gran ave divina
lo trajera de regreso,
cuando tú ya te hayas ido…

Una cálida noche de invierno

3 de diciembre de 2019, 04:24 am

Madrugada. Habitación con cama. Luz de lámpara de mesa (antes apagada, oscura, y ahora blanca, caliente). Cortinas cerradas. Lentes para leer, cuaderno y pluma. Pluma en ejecución sobre la hoja de color hueso. Los huesos de la mano, de la cabeza, de la espalda, en movimiento:

Pequeño monstruo que zumbas en mi cerebro cuando llega la noche, esa noche que ya es el día siguiente; con tus alas finas y tu apariencia delicada alborotas mi ansiedad que, latente, merodea mis sueños y mis pesadillas. Me haces levantar para que afronte el cosquilleo que carcome mi estómago y abre mis ojos ante los que más detesto: el engaño de la gente, la estupidez de la gente, la persistente falta de dinero, y el tiempo que me sigue pasando por encima sin pausas ni treguas. En resumen, tú, pequeño monstruo, despiertas al gran monstruo dentro de mí, esa masa amorfa y a la vez intangible, pero presente, que se encarga de nublar mi vista y bloquearme el pensamiento, que quiere estancarme en el lodo más espeso del que mis pies hayan tenido que salir.

Pequeño monstruo que infiltras tu veneno en cualquier parte expuesta de la piel, y cuyo efecto no es mortífero en sí mismo, ni siquiera en el acto de penetración con tu probóscide chupasangre, sino en el intento de hacerlo, rondando la mente de un extremo a otro, con el sonido punzante e invisible que penetra la cabeza -sí, también tu sonido penetra- y que exalta los miedos y el fastidio de existir.

El aerosol ponzoñoso y el clima cambiante parecen no matarte como antes y, si acaso, te atontan un poco solamente para que tomes un descanso, y regreses, y regreses, y regreses… Tampoco mi mano, que a ciegas te busca para asestar un golpe fatal, logra encontrarte mientras me pego en rostro, y me pego, y me pego, y me pego sin cesar… Así, solo me queda ir a un sitio acogedor donde la luz te ahuyente, y donde mis pensamientos puedan concentrarse en otras alas que no sean las tuyas, para emprender el vuelo majestuoso de los años que me quedan por vivir…

La maleta vacía

Como cada día en que debo oírlo, suena el terrible timbre del despertador para anunciar que debo levantarme. Trato de no entrar en pánico tan temprano, pues sé que, aunque yo lo he intentado, no puedo (no quiero) escapar de la rutina, de abrir los ojos unos minutos antes de que tuviera que hacerlo, de imaginar lo que vendrá: el silencio en el departamento antes de las seis de la mañana, la luz tenue que penetra sin placer, el ruido en ascenso de los vehículos, y la anticipación de que, una vez más, saldré a vender lo que me pidan.

Sí, porque a eso me dedico, o de eso vivo, no lo sé, de vender productos farmacéuticos para un laboratorio farmacéutico internacional, de mucho prestigio. Cuando se lo cuento a la gente, admiran que tal empresa me haya dado un empleo, y mis padres se sienten orgullosos de que tras mi divorcio pueda mantenernos a mí y a mi hijo, a pesar de haberme persuadido para que permaneciera casada con aquel hombre que siempre decía que me acariciaba, aunque a veces fuera con violencia.

Antes de despertar a mi hijo para vestirlo y pasar a dejárselo a mi madre, tengo que realizar otro ritual: el de acomodar todo lo que ocuparé durante el día en mi maleta de vendedora. Se trata de llenarla de muestra médica y folletos promocionales, que describen lo que los medicamentos le hacen al cuerpo tras lo observado en estudios clínicos, donde lo someten a pruebas para ver qué tanto lo curan, y qué tanto lo dañan. Una vez llena, la maleta me acompaña todo el día, se vuelve parte de mí, y caminamos juntas dentro de clínicas y consultorios, para tratar de convencer a los médicos de que mi producto es mejor que el resto para curar el insomnio. Yo misma lo he tomado cuando no puedo dormir, y eso me da la seguridad de que funciona, pues me provoca un sueño profundo del que casi siempre despierto sintiéndome un poco mejor, a pesar de los mareos y la ocasional náusea que me obliga a devolverlo todo.

Mi jefe, el supervisor de vendedores, siempre está atento a lo que hago, desde lejos. Con la tecnología, los celulares, y sus aplicaciones de geolocalización, me pide que le mande audios reportando mis avances, fotos de los consultorios que visito, y hasta videos de cómo acomodo mi maleta, que siempre debe estar llena al inicio del día porque, al final, debe quedar vacía. Él siempre lo subraya, lo pone en negritas cuando me habla, y me dice que debo llevar todo para vender, para satisfacer a los médicos, y motivarlos a que prescriban mi producto y no los otros, a que los pacientes duerman conmigo y no con ellos, porque esa es mi labor, hacerlos dormir pero sin soñar, dejar que el cerebro se apague unas horas y se vacíe, como mi maleta.

También él, mi supervisor, me pide que me vista bien, porque me asignaron una zona donde la mayoría de los médicos son hombres. No me lo dice así, tan explícitamente, sino que alude a mi cuerpo para decirme que lo luzca, porque merece ser observado, deseado. Así lo hace también con mis compañeros, a quienes les pide que usen saco y corbata, pues un hombre siempre debe ser formal y serio, y una mujer atractiva y coqueta, todo para vender, para venderse, en un entorno donde todo lo que se considera útil debe tener una ganancia, casi siempre económica.

Camino entre las calles calientes de concreto bajo el sol, con el sudor que cubre todo mi cuerpo y se escurre por debajo de mi ropa y entre mis manos, como si me limpiara del polvo de la monotonía, del polvo que cubre la superficie de mi maleta que, al fin, hoy no se quedó vacía. La dejé así, llena, mientras sueño con mi cuerpo desnudo y luminoso, frente al espejo.

Breve reflexión de una noche de otoño

A veces, quisiera que el viento que penetra en mis fosas nasales me dijera quién soy; a veces, quisiera que la lluvia que cae sobre mi cabello se escurriera hasta el cerebro, y me contara todos los secretos que ni yo conozco de mí. ¡Ay vida! Para qué me sirves, si no me tengo ni siquiera a mí.

Esa es la realidad, o la realidad que percibo cuando me escapo de mí, o corro, o me regreso a la cama y al vientre de mi madre, solo para sentirme protegido ante la falta de una orientación precisa. ¿Para qué quiero orientarme, cuando quienes dominan mi existencia definen el vector que me lanza por las mañanas, por las tardes, por las noches? Hay una junta el lunes a las 8:30 am, otra el miércoles a las 6, tienes que entregar un análisis antes de la media noche, para que lo reciban en Europa a primera hora; vas muy bien, me gusta tu trabajo, ¿por qué fallaste? ¿eres acaso un pedazo de mierda? Sigue así y vas a reemplazar al jefe, pero que no lo sepa porque te va a poner el pie sobre el cuello. El tiempo, el tiempo, el tiempo… Estoy harto de regirme por las normas de otros, a las que fui arrojado sin conciencia de que iba hacia las fauces del ogro-rata, del ogro-fecha, del ogro-autómata. ¿Es muy tarde para salir? ¿Ya fui engullido y defecado, y viajo con la corriente fétida de las cloacas? No, creo que no, o tal vez sí.

Lucho contra el mundo, contra mi micromundo, mi mundo-academia, mi mundo-trabajo, mi mundo-sistema, mi mundo-haz-lo-que-te-digo, mi mundo-alcohólico, mi mundo-dinero, mi mundo-vejez, mi mundo-miedo, mi mundo-perro, mi mundo-sol-luna, mi mundo-cuerpo, mi mundo-espíritu, mi mundo-sujeto, subjetivo, que se cimienta sobre las conjunciones entre verbos, entre afirmaciones y negaciones, entre el ‘sí’ y el ‘no’, el ‘seguro’ y el ‘tal vez’, el ‘me gusta’ y el ‘no quiero’.

Lucho contra lo inhumano de lo humano, contra la máquina-molino, contra aquellos, contra mí porque también a veces soy aquellos, aquellos que necesitan por estúpidos y no por sabios, que me ajuste a su cotidianidad, a su moral, a su heteronorma, a sus creencias, a su religión, a su familia, a su concepto de vida, a un concepto inventado por otros y que toman como suyo porque pensar les parece difícil, más difícil que sacar el auto a las cinco de la mañana y sentarse en un escritorio para recibir órdenes hasta que un día les digan que ya no son útiles. ¿Eso es vivir? Sí, o no; me da para gastar, pero no tengo tiempo para disfrutar lo que compro; me indigesto y vomito, pero ya vendrá otro día. Otro día para sentarme en el escritorio, para indigestarme y vomitar, para vaciar mi estómago y volver a llenarlo, hasta que, un día, me de cuenta de que la masa voraz anuló mis deseos, mis pensamientos y mi carne. Mi carne arrugada y vieja y seca. Pero no hoy, porque todavía sé lo que quiero, o no, pero eso no importa. Lo que importa es:

¿Cómo aprendí a leer?

 

Me es difícil recordar cuál fue mi primer acercamiento a la literatura. En casa, cuando yo era niño, nadie leía más que mi hermano mayor, y su placer como lector se centraba en cómics de súper héroes y novelas de ciencia ficción, que a mí no me interesaban (y que, a la fecha, siguen sin interesarme). Ya en la secundaria, entre 1983 y 1986, hice algunas lecturas de las que casi no tengo memoria, excepto por El conde de Montecristo y, especialmente, Las batallas en el desierto, pues esta última me causó una sensación de pérdida de la inocencia que en ese entonces no supe identificar, y que se acentúo cuando unos años después (todavía en la adolescencia) vi la adaptación al cine de Alberto Isaac, Mariana Mariana.

Ya en el Colegio de Ciencias y Humanidades Sur, al que entré cuando estaba cerca de cumplir los 16 años, fue que me introduje en otras obras tanto de letras clásicas como de literatura mexicana y universal, y creo que fue ahí donde comencé a tener conciencia de cómo me afectaba lo que iba leyendo. Al rememorar ese período de mi vida, lo primero que viene a mi mente en torno a los libros es la sentencia “Testigo es el cuchillo de tu abuelo”, del Acto I de La Celestina, tal vez por la profunda impresión que ocasionó en mí el que Sempronio le dijera a Calisto que su abuela había tenido sexo con un simio. De cualquier manera, tengo la imagen vívida de un profesor de literatura (o Lecturas, 1, 2, 3, etcétera, como se llamaba la materia en ese entonces) que siempre nos cuestionaba sobre lo que nos había dejado leer, y ello provocó que, poco a poco, mi afán de obtener una buena calificación se fuera transformando en un cariño entrañable por las letras. En ese entonces no hablábamos casi nada de teorías ni crítica literarias, por lo que más bien fluía mi propio pensamiento a lo largo del texto; incluso, esto me llevó a querer estudiar letras como licenciatura, pero, al comentarlo con mi papá – quien es ingeniero –, me dijo: “¿de qué vas a vivir, de estar contando las estrellas desde un cerro?” Entonces, estudié ingeniería.

Pasaron los años (demasiados, sin duda), y mis lecturas se limitaron a libros técnicos, de física, química y matemáticas; luego, a cuestiones relacionadas con control de calidad, productividad, filosofía empresarial y liderazgo, y así fue como me alejé de la literatura por un largo periodo de mi vida. Mi manera de leer se volvió completamente analítica, buscando datos y palabras clave, perdido entre archivos de Excel y presentaciones de Power Point, en un trabajo de oficina dentro de una empresa multinacional.

Seguí esa ruta hasta que un día, ya en 2010, tuve una emoción que hasta ese momento no había experimentado: me encontraba mirando la Torre Eiffel al atardecer de un domingo (pues había ido a París a iniciar una maestría en administración) y de pronto tuve una sensación de vacío y desconcierto. Sin pensarlo, tuve un golpe de melancolía, y supe entonces que eso no era lo que deseaba seguir estudiando; así, regresé a México, y comencé a buscar algunas opciones para aprender algo diferente, hasta que encontré lo que buscaba: un diplomado en creación literaria, en la Casa de las Humanidades de la UNAM. En él, entré de nuevo a la literatura, pero desde la perspectiva creativa, donde (des)aprendí las bases para escribir diferentes géneros literarios. Fue a raíz de ello que decidí estudiar la Licenciatura en Letras Inglesas; no obstante, al seguir teniendo ese trabajo de oficina que arrastraba desde hacía tiempo, tuve que cursarla en modalidad de educación abierta y a distancia. Ahora, creo que fue una buena opción, ya que durante toda la carrera se brindó mayor prioridad a la comprensión de los textos, y a un análisis en torno al contexto de la obra, que a las teorías literarias y a los análisis puramente académicos, teniendo así más libertad para estudiar e interpretar.

Ahora, que estudio la Maestría en Letras Mexicanas, creo que leer «bien» consiste en hacer un balance entre la autoreflexión y el gusto por la lectura, para llevarse algo más que el entrenamiento y saber que, ahí en esas páginas, siempre hay algo me que habla.

ALQUIMIA PLÁSTICA

Parece que ya está terminando ese cuadro en el que invirtió todo este tiempo, todos esos años, esas décadas que casi confluyen ya en la quinta; está a un instante de dar la última pincelada, el último color, el retoque del protector, de aquél que ha soñado y que vislumbró varias veces hasta poder moldearlo en un pedazo de lienzo de un metro por sesenta centímetros. Aún con los bordes, con esos límites perimetrales, pareciera que puede elevarse, salir de ahí, que está a punto de glorificarse mientras lleva consigo esa carga que ya no se ve pesada, sino ligera, grácil, a pesar de las circunstancias que provocaron su estado; los movimientos estáticos producen una sensación de asombro, y los claros brillantes le dan vida en medio de los tonos oscuros, tanta como la que él siente al admirar su obra.

Se sienta en un banco frente a ella. La contempla. Lee la historia contada a través de las formas y los matices y descubre algo nuevo, un acontecimiento no planeado, una especie de premonición, una amenaza que se asoma de entre las capas de pintura y que a la vez vierte su calma inherente. Sabe que tenía que pintar algo así, dictado primero por la energía irradiada por el subconsciente y contorneado, luego, por la habilidad de sus dedos, como si estuviera haciendo resurgir la belleza de la existencia misma, esa belleza que creía haber perdido ya entre el cúmulo de personas que se paseaban de un lado a otro mirando, sin observar, su reflejo en las pupilas de los otros. Esa expresión es la que había podido captar ahí, justo en ese rostro dócil con expresión de vida en la muerte, y no de muerte en la vida como la mayoría de quienes rondan sus días en las oficinas, los centros comerciales, los recintos religiosos y las calles revestidas de indiferencia. No así. Jamás así.

En ocasiones le molesta pensar en todo eso, en todo lo que ha podido ver y sentir a través de los años, y que provoca eodem tempore el resurgimiento de su adherencia misántropa y su pasión por la humanidad, como una de las tantas dualidades que le han hecho compañía, y que van de la mano de ese amor-odio con el que trata de encontrar un balance en su propio ser. Le irrita saberse en un entorno confuso, vacilante, violento, aun cuando ha podido concluir esa obra que venía concibiendo a través de todas las demás, aquéllas que sirvieron como ensayo de su creación maestra y que ahora aparecen a la distancia, en la lejanía, como escalones que se miran pequeños cuando son vistos desde la cima, desde lo más alto, desde el último peldaño al que un humano puede aspirar. Sí, un humano como muchos, como debería verse la mayoría, en vez de sentarse a esperar a que la autorrealización llegue del cielo, del azar, de una pareja o de un hijo, de estar sentado frente a un escritorio o, en los peores casos, de algún programa de televisión o de una película de Hollywood. Entretanto, todos son testigos de que el infierno sólo es posible en la Tierra, porque no lo provoca ni el Diablo ni Dios ―si acaso existen― sino la raza humana, con esa abominable pereza mental de muchos y la enferma ambición desmedida de pocos, que se adjudican el poder de someter a una masa deforme socialmente, a esa multitud que prefiere quedarse pasiva en la antesala de su propio velatorio, en vez de abrazar y abrasar la vida por la vida misma. Eso es lo que él pretende hacer. Amar la vida que tiene. No sabe si lo logra, pero casi cree que sí, que su realidad es replanteada y revalorizada a través del arte. Que vale la pena estar aquí, aunque la incertidumbre reine su hábitat, a pesar de todo lo que ha pasado, de sus locuras y sus momentos de razón, de sus excesos que ―como dijera Blake― parece que al fin le han guiado hacia el palacio de la sabiduría, al menos hasta el vestíbulo del castillo, hasta el primer descanso de la pirámide. Ahora, sólo percibe una sensación de logro acariciando suavemente las orillas de su cuadro, la superficie de su piel, el saco que contiene las entrañas que alguna vez fueron en extremo viscerales, y que ahora se apaciguan en su interior para acompañar al alma.

Entonces, toma ese gran espejo recargado sobre una de las paredes para ayudarse a entender cómo es que el resto advierte su presencia cuando acapara la atención, cuando se vuelve el centro de ese espacio ínfimo en donde críticos e invitados tratan inútilmente de encontrar sentido al trabajo que él ha realizado, y que ha compuesto con esos materiales arrancados del exterior y formados en los sueños, donde su automatismo psíquico por fin se libera para abrirse paso por medio de esa brocha delgada, que de manera repentina se integra a su cuerpo y se vuelve su parte más habilidosa. Imagina a varias personas mirándole: al hombre y a la mujer que a veces se funden entre el candor de las sábanas y la humedad de sus miembros y cavidades; a la señora que recoge lo que deja detrás suyo cuando provoca que una superficie blanca despierte entre objetos, sujetos y manchas; a sus padres que desde hace años han dejado de extrañarle, ya sea por la lejanía de uno o por el enojo del otro; y a la energía que lo rodea, esa fuente de fuego que Prometeo le deja prestada ocasionalmente bajo el cobijo de Saturno. No entiende bien por qué, y tampoco le interesa mucho entenderlo, pero desde una edad temprana sintió el impulso de dibujar. Recuerda que en su niñez tiraba algunos trazos con el director de la escuela mientras esperaba que su madre llegara a recogerle y que, al ir creciendo, todos sus sentidos estaban en alerta latente ante la gran cantidad de imágenes, sonidos, olores, texturas y sabores que el mundo guardaba para quien estuviera dispuesto a recibirlos. Se inspiró observando las cosas inánimes, y a veces las vivaces, haciéndolas suyas como las percibía en ese momento; otras tantas usó su capacidad memoriosa en un estado de trance inexplicable para visualizar objetos y conjuntarlos con otros ―sin relación lógica dentro de la realidad común― para crear así una mezcla onírica sobre un espacio inicialmente incoloro, y unas más combinó su destreza técnica con sus instintos básicos para plasmar sus más inexplicables deseos, y desarrollar su influyente método “impulsivo-deconstructivo”, que ahora es utilizado no sólo por otros pintores, sino también por varios músicos y escritores en latitudes similares y diferentes a las suyas.

Advierte en su reflejo todo esto, todo aquello que le ha forjado, al tiempo que superpone en su cuerpo físico la creación de su propia imagen, ese autorretrato que surge desde el lugar en el que quiere reconocerse para después mostrarse ante el resto, sin cicatrices, sin leves deformidades físicas, y sin la profundidad lívida que han dejado tantos personajes al recorrerle la psique. De pronto, siente un leve mareo que hace resonar en su mente esa frase que se había prometido respetar para salirse de su solipsismo, de ese egoísmo metafísico, y que dice algo semejante a “lo importante no soy yo, no es la persona, sino la creación, la obra”. Intuye que su vida se refleja en el espejo y los instantes más preciados en cada una de sus pinturas. También evoca esa imagen suya con la que, tras ese accidente en un vagón del metro cuando éste se detuvo bruscamente para no arrasar con un hombre en silla de ruedas que había caído a las vías, tuvo que pasar varios meses postrado en casa de su tía. Ella, a raíz del suceso, le colocó una gran luna reflejante justo enfrente de su cama, para que pudiera saber cómo se veía por fuera a sus casi veintiún años de edad. Ahí fue que comenzó a sentir un intermitente pero desmesurado apetito por escribir cosas en una libreta, palabras que le salían sin una relación consciente combinadas con excéntricos dibujos; o tal vez fue a la inversa, dándose primero al menester de crear dibujos en folios con lápiz y pincel para luego llenar los espacios adyacentes con palabras, para colmarlos de algo que le hiciera escapar del horror vacui.

 Mira ahora hacia el baúl donde mantiene algunos objetos lejanos, vetustos, preguntándose si ese trozo de literatura-plástica íntima estará ahí, esperando pacientemente a revivir de entre la finitud sombría de lo que queda del cofre de madera. Se acerca, lo toca con ambas manos, y se recarga sintiendo el peso del presente sobre el dorso del pasado, mientras se percata de que ese instante ya se ha convertido también en pasado, el de apenas hace unos segundos, el que ya no puede recuperarse jamás. Entonces, prefiere no abrirlo, pues le aterroriza la idea de enfrascar sus soplos de presente efímero en una botella de sucesos añejos, de esas terribles y dolorosas cirugías. Se aleja, como se aleja quien percibe el olor súbito y penetrante de la orina de un zorrillo, o más bien la presencia de una alimaña ponzoñosa, que le observa de frente esperando el momento propicio para infiltrarle su veneno. Piensa que será mejor hablar sólo de su obra sin entrar en detalles de su vida privada, aunque de alguna manera teme que alguien demasiado observador ―alguien con mucha más astucia que la gente que ve pasar todos los días― descubra sus secretos en los colores y las figuras, o en los seres amorfos y magnificados que contrastan con el paisaje inmenso que contiene su espacio. Trata de tranquilizarse, y comienza a invocar, de la manera más breve posible, el historial pictórico que debe presentar durante su próxima exhibición en el Palacio de Bellas Artes, esa que nunca fue el objetivo primordial de su trabajo pero que tampoco rechaza del todo, a pesar de que sus colegas más estoicos le repitan que no hay necesidad de tener ningún tipo de homenaje en vida puesto que, como indica uno de sus ejemplos preferidos, nadie apreció realmente a Shakespeare sino hasta finales del siglo XVIII. Si tu obra es en verdad producto de la piedra filosofal ―le decían, tu nombre retumbará en las paredes de cualquier recinto respetable durante centurias, aunque tu cuerpo lo ostente sólo por algunas décadas.

Comienza entonces ese recorrido por su pasado, utilizando únicamente su memoria consciente, pues aquella otra que la complementa está reservada para sus viajes en óleo sobre tela. Observa detenidamente una fotografía de su primer cuadro, que pintó durante su estancia más larga en cama, y trata de rascar entre las piedras ancestrales que se avizoran para descifrar su origen. Se acuerda de aquellos cerros, esos que forman parte de la Sierra Madre de Venas Abiertas, en donde todavía habitan varios grupos indígenas y que son constantemente excavados, no solamente para extraer minerales o buscar ruinas, sino para soterrar restos humanos cuando se requiere desvanecer todo tipo de evidencia física. Fue por uno de estos aterradores hechos que, al pie del imponente ídolo que acapara el espacio del cuadro que contempla dibujó un cráneo deformado, semicalcinado, con el número “43” sobrepuesto con rojo sangre en la frente, a pesar de que luego pensara que debió haber escrito “22,000 y más”. Esa pieza lúgubre y triste no aparecía en el boceto, y simplemente surgió de la masa cerebral que encierra su propio cráneo al momento en que estaba delineando la tierra negra de la selva, como si la tierra misma hubiera querido darle un respiro tras haberlo mantenido demasiado tiempo dentro de las cavernas de Xibalbá. A pesar de su innegable vacío, los agujeros de los ojos parecen apuntar hacia arriba, hacia la cabeza del dios prehispánico, que luce imponente con un corazón expuesto por delante, entre tonos rojizos y grises, y que ostenta toda su figura delante de una cruz de madera roída, que cuelga desolada de la rama de un árbol de ceiba detrás de él. De frente, el monolito contempla despavorido su propio reflejo en un estanque que alcanza a mostrar su torso duro y estático, como si fuera consciente de su otredad mediante el doble reflejo ocasionado por el agua y las pupilas que se forman en ella. El reflejo deja ver el corazón expuesto, pero ahora en tonos azulados, uniéndose al supuestamente real, de color carmín escurrido, a través de una vena que surge de las raíces de la ceiba, y que recorre un largo camino en el que cambia de tonalidades para llegar hasta él. Sobre este árbol, que es casi del tamaño del ídolo maya, pero a la distancia, se distingue una serpiente bicéfala circular, inclinada, que parece girar infinitamente como si contuviera todos los infinitos, y que a su vez forma un remolino que en el algún instante podría contener la selva, la tierra, la figura y el cráneo, como si fuera a tragarse todo dejando tras de sí un fondo negro, que es el mismo que se observa en los hoyos de la calavera. Esta fue su primera etapa como pintor, la que marcó su impulso por delinear aquellos objetos sagrados previos a la llegada de los españoles al continente americano.

“Cuando esta idea cayó en mi mente de manera imprecisa pero contundente, sentí el golpe de un montón de piedras magullando mi cuerpo, justo cuando tuve mi primera cirugía de columna después de que ese tubo me dejara estéril. Parecía que haber sufrido de poliomielitis en la infancia no había sido suficiente para satisfacer el sadismo de la vida. Por eso fue que comencé a pintar; en ese momento no lo supe, pero ahora sé que tanta desgracia provocó mi dicha, la dicha de poder pintar. No he muerto, y ha sido tan sólo porque pude desarrollar la capacidad de representar la convulsión interna ante mis propios ojos, más allá de lo que vi en el espejo, para dejarla escapar al ritmo de su propio capricho. Y, en primera instancia, este capricho se alojó detrás de aquellas piezas monumentales que me dejaron sin aliento antes de cumplir mis escasos siete años de edad, cuando asistí por primera vez al Museo Nacional de Antropología. Vi a la Coatlicue, ‘la que tiene su falda de serpientes’, lo que me dejó pensando en esos animales que se arrastran por doquier buscando a su presa. Eso me dispuso ante un camino escindido dentro de un laberinto enredado, porque yo había aprendido en el catecismo que la serpiente era el diablo, y que el diablo había tentado a la madre judeocristiana para perder su inmortalidad y dar a luz a los primeros hombres. Por ello, no supe qué hacía el diablo en las faldas de la madre-tierra de Huitzilopochtli, quien había matado a todos los hermanos de ella, para después arrojar la cabeza de Coyolxauhqui al cielo y formar la luna. Le pregunté a mi madre sobre los sospechados demonios en las faldas de la diosa, y me dijo que no era lo mismo; que eso que creían los aztecas era mito y que lo otro –lo de la serpiente seductora- era verdad, porque estaba escrito en la Biblia. Cuando crecí, supe que todo era mito, y me incliné más por creerles a los antepasados del continente que a los occidentales venidos de otras tierras. Luego, quise ir a conocer al origen del astro satelital, y le pedí a mi madre que me llevara al Museo del Templo Mayor, lo que me cumplió unos seis meses después debido al tiempo que le absorbía esa empresa multinacional a la que le dio los mejores años de su vida. Ahí tuve la oportunidad de ver el monolito de Coyolxauhqui desde arriba, siendo capaz de apreciar su cambio de colores ante la presencia de distintos haces de luz direccionados hacia él por técnicos y museógrafos, como le ocurre – aunque con tonos más uniformes- a la luna misma al estar bajo el influjo de Apolo. Luego, realicé mi primer viaje fuera de la ciudad para ser marcado por otra huella indeleble, a mis casi catorce años, en la zona arqueológica de Kohunlich. A pesar de mi corta edad, y de parecer tan diferente a casi todos mis compañeros de escuela, pude apreciar ciertos aspectos que otros adolescentes no podían ver, ni siquiera si les eran transmitidos en algún intermedio de su programa favorito de televisión. Al escuchar al guía que nos conducía entre los caminos húmedos y cálidos llenos de palmeras de corozo, me fascinó la interculturalidad de aquel lugar, que aparecía ante mi vista como una mezcla, o más bien un compuesto, entre lo maya, lo inglés y lo español. Nos explicó que ese nombre, aunque significaba ‘diente en el rostro’, en realidad no era de origen maya, sino anglosajón, y que fue llevado a esa lengua para hacer su pronunciación más accesible a las comunidades de los alrededores. Seguimos andando hasta que, como un paquidermo magnificado e inmóvil exhibiéndose por encima de la vegetación selvática, descubrí esa edificación sagrada que se erguía ante mi vista, ese templo casi simétrico, piramidal, con mascarones de grandes dimensiones –más grandes que yo en aquel entonces- a ambos lados de la escalinata central. Me acerqué a uno de ellos lo más que pude subiendo varios escalones, acompañado por una tía, hasta poder grabar su rostro en algún cajón de mis recuerdos. Tenía esculpidos ojos y orejas enormes, un tocado ya derruido en la cabeza, y adornos punzantes saliendo de la nariz y la boca, con la lengua de fuera. Cuando le iba pedir a mi tía que le tomara una foto, noté que ella ya casi había llegado nuevamente al ras de la tierra, por lo que no tuve más opción que descender, para luego correr a la precaria tienda del museo por un pedazo de papel y un lápiz, y dibujarlo tal y como lo había podido memorizar, sin ser capaz en ese momento de darle las escasas tonalidades rojizas que todavía podían percibirse en la superficie de piedra cálida. De esta primera impresión de la gran máscara, fue que obtuve el impulso inconsciente de crear El encuentro de dios consigo mismo.”

Al ídolo que se reflejaba en el estanque para encontrarse con su propia idolatría –como la de Narciso- le siguieron otra veintena de cuadros que se enmarcaron en el tema prehispánico-delirante, tales como La pluma azul formando la luna, Las dos visiones de Quetzalcóatl, y Mayahuel embriagando a Dionisio. Después, su interés se movió hacia los seres fantásticos, formados por lo real y lo onírico con diversas partes de animales, insectos, plantas, minerales, y seres antropomorfos. De estos, el primero que llama su atención es el que de alguna manera sirvió como puente entre una etapa y otra, el que desbordó su fantasía hasta llevarlo a delinear esa ceiba atrapada por un fagus sylvatica o haya común, árbol autóctono de Europa. En un fondo azul cielo, con algunas nubes de tono gris negruzco y circundado por la rueda calendárica de cincuenta y dos años, el árbol del sur que representa la cosmovisión maya se muestra asfixiado por su pariente intercontinental, como esa variedad de higuera que estrangula otro árbol tan sólo por su naturaleza intrínseca. En la pintura, ambos jerarcas del reino vegetal aparecen con rostros humanos, la ceiba con el maya y la haya con el español, uno ahogando al otro, enredado desde la raíz hasta el final del tronco, cortándole el aire, acto que se replica en otros dos planos laterales: el del mestizo queriendo ser superior al indígena del lado izquierdo, y el del gobierno –con el presidente sosteniendo, al revés, un libro sucio y maltratado de la Constitución- tratando de someter al pueblo del lado derecho. Al mismo tiempo, las ramas de la ceiba se convierten en brazos extendidos que se alargan hasta alcanzar la cabeza del opresor, del tirano, enterrándole una espina-daga que lo trastorna. La lucha se vuelve circular, infinita, desde el origen del tiempo, encerrada en la forma cíclica de la historia.

El árbol dentro del árbol vino a mi mente como el mundo dentro del mundo, del hombre dentro del hombre que se esconde para encubrir su faz infalible, y del reflejo desperdiciado ante la inutilidad del reconocimiento propio, que genera un amor superfluo y una violencia pragmática, siendo esta última la que se desdobla con amplia facilidad cuando se ostenta una posición de poder generalmente individual, apoyada por un grupo servil de beneficiarios y otro grupo mucho más grande de soldados, que acaban por ser tan victimados como aquellos que son enviados a reprimir: es el pueblo aniquilándose a sí mismo. Esta constituye, desde mi perspectiva, la estrategia idónea y más terrible de control, en donde la mancha social se dispersa desde adentro. Esto no lo saben sólo los llamados gobernantes, sino también muchos empresarios, varios líderes sindicales y, en mayor grado, los dueños de los medios de comunicación masiva, ese ejército mediático que impone una figura falsa o destruye una auténtica según convenga a sus intereses. Aquí, resulta al menos una pregunta retórica, cuyas múltiples respuestas obedecen al dilema ético que se pulveriza entre la masa: si yo estuviera en un pedestal tan alto, lleno de posibilidades de poder, ¿me comportaría de la misma manera? ¿Es que acaso todos nos sentiríamos doblegados ante el espejismo faustiano de poseerlo todo? Al relacionar esta posibilidad de respuestas con objetos fuera del mundo real del espectador, surgió de mi cabeza la arriesgada peripecia de injertar la cola de un zorro en el cuerpo de una tortuga que estira su cuello portando la cabeza de un burócrata, para tratar de alcanzar el fruto del árbol del conocimiento como una tarea eternamente infrugífera, no por temor a Dios –quien observa en forma de serpiente alada desde la copa del árbol- sino a sí mismo, conocido como La astucia quimérica de un burócrata o El falso tortuzorro apoteósico. Para mí, este segmento de extrañamiento social concluyó con el personaje del Topilote, cuyo nombre por sí solo es imagen, puesto que evoca en primera instancia al zopilote, esa ave grande de oscuro plumaje que limpia la tierra de los restos corpóreos incapaces de restituirse de manera eficaz por sí solos, para procesarlos como una fábrica de reciclaje, renovándoles su utilidad, ingiriendo los trozos de carne putrefacta para devolverlos al origen. Sin embargo, el Topilote no es sólo un carroñero volador, sino que también tiene la enorme capacidad de zambullirse en la tierra con sus garras enormes y su pico falciforme, como lo hacen algunas aves en el mar para agarrar a su presa, aunque en este caso el objetivo no es atrapar, inmovilizar, matar y comer; más bien, es tomar lo inerte para deglutirlo y con ello generar excremento, un excremento funcional que pueda ser utilizado por los hombres para limpiarse con él, como si fuera un elixir de vida que puede untarse cual mascarilla de lodo. Este animal fantástico es evidentemente ciego, con esas cataratas blanquecinas que cubren sus ojos, y ello es lo que le brinda su carácter justo, ya que no es capaz de ver si engulle los restos de un artista, de un obrero, de un médico o de un político, y los recoge por igual para transformar toda esa energía en algo noble. De esta manera, el mamífero emplumado se vuelve determinante para la conservación del ciclo de regeneración de los organismos, y especialmente de los humanos.”

Tras esa descripción breve de uno de sus tantos pasados, mira otra fotografía que dará paso al siguiente fragmento de escritura-oratoria, un instante enmarcado dentro de otro, estando el que sostiene en una película química y el que contiene en ese lienzo que sufrió las más diversas transformaciones automáticas. Empieza a imaginar qué pasaría si a esa burda reproducción de su obra le tomara, a su vez, una fotografía; entonces, busca en el cajón del escritorio pues recuerda haber dejado ahí una cámara digital que alguna vez le regalaron, que nunca pensó usar, y que ahora se impone sobre sus deseos para cobrar sentido, para hacerse indispensable por un corto lapso y así generar y almacenar imágenes, como las que guarda y borra constantemente en su red neuronal para exhibirlas a los ojos de quienes puedan verlas. Ansioso, saca el estuche en el que se había mantenido hasta ahora el objeto hacedor de cuadros digitales, y lo desentraña de manera obsesiva, rompiendo drásticamente la capa que impide su encuentro, logrando al fin tocarlo, sentirlo, manipularlo. Aunque se había negado por muchos años a utilizar un aparato de este tipo –puesto que le parece demasiado pedestre que el automatismo se deje a la programación de una máquina- la enciende, y con gran velocidad, se acomoda para sostener la imagen materializada con su mano izquierda y apuntar su objetivo a través del lente de la cámara con su mano derecha. Toma la foto. La observa detenidamente, la agranda. Está seguro de que ya existe distorsión, porque cree firmemente que nadie –y menos un vulgar artefacto- es capaz de captar lo que su mente ya borró, lo que sus dedos ya extirparon de lo más hondo de su hipodermis y que jamás podrá repetirse. Efectivamente, ya no ve los fotones, las partículas inconscientes de luz, sólo una digitalización de su obra, en la que –sin embargo- descubre una otredad, un reflejo suyo a través de ese encuadre. Con esta revelación surge un nuevo impulso que le hace ir a su computadora, conectar la cámara, e imprimir la imagen en una hoja de papel –en blanco y negro- para tomarle una foto, repitiendo el proceso tanto como puede para tener una breve aproximación al significado de las otredades infinitas. Exhausto, observa que la última fotografía que tomó es cada vez más lejana a su concepción original, y esto le produce un nuevo impulso que le provoca pintar varios ojos de águila, uno dentro del otro, con una cámara antigua que sustituye la córnea una y otra vez, en donde el ojo primario –que se extiende hacia el fondo como un telescopio hasta que se convierte en un punto- es sostenido por un paraguas. Se duerme pensando en el futuro, en el futuro cercano, mientras se va quedando dormido sobre un tapete extendido en la habitación.

Al despertar, trata de recordar lo que soñó inútilmente y, antes de comenzar con esa especie de flagelación que se inflige cuando el plectro se aleja, recuerda que tiene que terminar su discurso. Así, regresa a esa imagen del cuadro sobre el que quiere hablar, ese que recién terminó, intentando hacer de lado el efecto delirante de las reflexiones infinitas.

“Aquí yace un paraje entre piedras y árboles muertos. Dos figuras imponentes, magnificadas no para mostrar algún tipo de superioridad, sino para demostrar que los ciclos inician y terminan sólo para volver a comenzar. Esto está representado por las ruedas que giran detrás a gran velocidad, con su doble función estática-dinámica en la que producen desplazamiento sin moverse de su propio eje. El universo rodea ambas figuras en ese fondo azul oscuro lleno de espirales blancas. Todo está dispuesto para que la figura alada cumpla su destino a través de quien tiene que llevar a cuestas para que éste, a su vez, consume el suyo, reintegrándose a la energía ecuménica que rige todo. La visión de esta imagen vino primero a través de un sueño en el que yo estaba presente pero dormido, también soñando, y dentro de este segundo sueño es que veía una entidad quizás divina que iba recorriendo un camino sinuoso, mientras recogía diversos tipos de huesos. En el primer sueño, miraba mi cuerpo adormecido, al tiempo que un gran vehículo negro y brillante a gran velocidad estaba a punto de atropellarme. Naturalmente, desperté angustiado, con la gran fortuna de recordar todo lo que había ocurrido para poder escribirlo en ese pequeño libro de notas que siempre tengo junto a la cama. Luego, comenté el sueño con ese grupo de amigos hipnolumínicos con quienes acostumbro reunirme al menos una vez al mes, y nos dio –como siempre- por hacer una serie de juegos mentales, del que en esta ocasión sobresalió el cadavre exquis. De ahí, derivó la frase ‘Los minerales exprimidos volarán hacia el norte en el invierno’. Entonces realicé el primer boceto, lo demás es intrascendente; sólo recuerdo que durante ese periodo solía comer sándwiches sentado en el retrete con la tapa levantada. La mesa del comedor tenía otros usos.”

“Apenas terminé ese cuadro hoy. ¿Cómo lo voy a presentar la siguiente semana? –pensó-. Ni siquiera sé si lo que acabo de escribir pasó de esa manera o de otra, si lo soñé o si lo hice en este plano en el que me encuentro ahora, el de la habitación, el de los pinceles, los lienzos y el caballete. ¿Cómo se explica algo que no se entiende del todo, cómo se asegura una relación lecteur-spectateur con algo que salió no sólo de los sueños y los juegos, sino de muchos otros lugares y dimensiones? Odio esta exhibición, esta exposición ante el resto de los que van a creer comprenderlo sólo porque yo se los intente explicar… ¿Dónde está eso que quería buscar antes? ¡Ah sí! ¡Ahí estás sarcófago maldito de mis males! ¡Tú lo tienes!”

Al concluir esa reflexión concisa de su obra y ese reconocimiento exaltado del objeto, nuestro sujeto vuelve a ser tentado por ese contenedor de madera labrada, ese cofre que desearía no acogiera esas partes de su pasado sino algunas botellas de vino envejecido, madurado por el tiempo verdadero, aquel que sólo transcurre cuando la pasión abruma todos los sentidos. Vuelve a acercarse y, antes de siquiera pensar en tocarlo otra vez, lo asedia, camina lentamente alrededor de él, tratando de descifrar ese contenido de hace años, que intuye tendrá un significado distinto al que tuvo cuando lo escribió y lo encerró por décadas. Se mira abstraído mientras inclina su cabeza hacia el baúl, llevándose la mano derecha a la barbilla, y rozando lo que alguna vez fue un tronco –quizá de una haya, quizá de una ceiba- con la punta gastada del zapato. De manera casi irremediable se deja llevar por otro tipo de automatismo, y agacha su espalda para abrir la tapa de tajo, casi lazándola al espacio, para comenzar a hurgar frenéticamente con ambas manos. Saca cosas, las avienta; desde lápices, pinceles viejos y hojas de papel manchado, hasta un oso de peluche que le dieron sus abuelos y un VHS de la primera película francesa que viera por gusto de sus padres, para llegar a lo que su deseo quiere encontrar: esa libreta que llenó con dos tipos de lenguaje en la época más terrible para su físico. Ahora, ese dolor intenso y lacerante en la pierna derecha le dice que vendrá otro semejante, tal vez peor. Toma el cuadernillo con ambas manos, y le brinda una mirada estática, única, que le permite rememorar casi un millón de eventos mágicos y tortuosos al mismo tiempo. Se yergue poco a poco, sin quitar la vista de su objeto delirante hasta quedar completamente firme como si un priapismo le afectara todo el cuerpo, pero con mayor intensidad en los ojos, hipnotizados por la textura y los colores de la portada.

Admira primero la rugosidad de la superficie, que recorre con la palma de su mano derecha mientras observa la mezcla de azul casi morado con rosa pálido que enmarca un texto que se lee “La existencia es el vacío de la muerte”. Acaricia el hilo de cáñamo levemente suelto que sostiene las pastas y las hojas, y recuerda cómo confeccionó el librillo tras aprender a armarlos en un taller que tomara de niño en alguno de los museos de la ciudad. No sabe por qué, pero el objeto de pronto le provoca la idea de un esqueleto antropomorfo cuyos huesos se mueven por la insostenibilidad de una columna frágil, endeble, que en cualquier momento podría dar de sí tras ser víctima de un jugueteo en apariencia inocente entre las manos de Dios. Esto le inspira una imagen, le da el principio de un impulso obsesivo que tiene que dejar para otro momento, pues el objeto entre sus propias manos es más delirante que la concepción de un nuevo cuadro. Tras juguetear con él por breves instantes, casi de la manera en que imaginó al gran ser con el esqueleto antropomorfo, la libreta casi cae al piso y, al querer evitarlo, jala el hilo provocando que éste se deslice por tres de los siete orificios que tiene para mantener cada hoja adyacente a la otra, casi deshojándose como en la visión perturbadora que apenas y había tendido, como si los huesos pendieran de un cáñamo antiguo que se resiste a dejarlos caer. Sorprendido por la representación inconsciente de su impulso delirante, reincorpora rápidamente el cuadernillo trastocado para tratar de reconstruirlo, como lo hace el médico al intentar restaurar el soporte de un cuerpo arrojado al vacío o a las vías del metro. Enmendado a medias, el objeto recupera su función sugestiva, atrayente, a tal grado que quien lo sostiene pasa las hojas con rapidez, sin detenerse en ninguna y a la vez viendo todas; se percata de algunas palabras y bosquejos que asocia de alguna manera con las cosas inmateriales que todavía le pesan. Lo sigue manipulando hasta que empieza a caer en trance, se tambalea, finalmente lo avienta, se destruye, encontrándose con la pared rígida de concreto, tan dura como las puertas y los vidrios de ese vagón, cuyas entrañas atravesaron las suyas para dejarle una marca imborrable en el cuerpo, ese cuerpo que tiene memoria. Se deja caer al piso, lleva sus manos al rostro, descansa por unos instantes.

A su regreso al mundo desteñido de quienes se ajustan a la normalidad del guion que la sociedad escribe, se da cuenta de que finalmente pudo destruir ese objeto que somatizaba su inconsciente de forma dolorosa, al tiempo que se descubre el rostro para reponerse del episodio de neurosis. Intuye que ya no tiene más que pintar, puesto que el impulso se rompió de manera irrecuperable con las hojas del cuadernillo. Ahí, sentado en el piso, queda justo en la posición perfecta para ver su obra; tras contemplarla tanto que parece introducirse en ella, se apoya con las manos en el piso para comenzar a levantarse, y siente que todos sus achaques ceden ante la luz que irradia la pintura. Sus omóplatos crecen, ensanchándose para dar lugar a los cartílagos llenos de plumas blancas que están por crear uno de esos seres fantásticos que tanto soñó, que le permite flotar, elevándose para llevar al otro con su carne en el estado anterior a la putrefacción a su siguiente fase del ciclo energético infinito. Ya no hay laberintos ni hoyos negros, sólo luminosidad que le invade el rostro, al tiempo que observa su cuerpo inerte desde el punto más alto al que por fin ha podido llegar.